viernes, 28 de octubre de 2011

PARA DON MIGUEL, EN SU TRÁNSITO

En memoria de Miguel Ángel Granados Chapa



Aproximadamente hace dos semanas murió Miguel Ángel Granados Chapa, periodista mexicano que se distinguió por propugnar la justicia, hacer realidad cotidiana la democracia y la defensa de las causas sociales benignas.
En su tránsito, hoy escribo en su memoria, pues se trata de un personaje, una verdadera figura pública, a la que difícilmente encontraremos un reemplazo. Asimismo, quiero rendir un testimonio de gratitud por las enseñanzas, muestras de comprensión y aliento que recibí de su parte en los años duros de mi formación profesional. Maestro, una y mil gracias. Previamente apunto su gusto por la vida, la buena mesa, el vino reposado, su melomanía y esa afición tan suya y callada por las bellas letras, por la que recitaba pasajes completos de un relato, declamaba un poema o tarareaba una canción vernácula. Cuánta vida rebozaba, cómo la disfrutaba.
Otros hablarán de su formación política, militancia e ideología, que las tuvo, arraigadas y crónicas. Del mismo modo en que otros comentaristas han escrito sobre su papel protagónico en el periodismo mexicano del medio siglo. De Cine Mundial a Reforma, transitando por las revistas Proceso y Mira, hasta su inusitado paso por Metro y su insoslayable mano diestra en el suplemento Hoja por Hoja. Y naturalmente, por las páginas y la dirección de Excélsior y La Jornada.
Una de las características suyas que recordaremos siempre será su prodigiosa memoria. Desde sus enseñanzas gramaticales absorbidas en el parvulario, hasta la fecha exacta en que apareció tal texto suyo en una época lejana, su tema, la página donde se podía localizar y el diario que la alojó. Con esas coordenadas buscaba su colaboración y, efectivamente, ahí estaba. Fui testigo de ello en innumerables ocasiones. Otra también será su don de gentes. Era un hombre bondadoso con sus semejantes, desprendido hasta el extremo. Sacrificaba salario, bienes o hacienda para ayudar al necesitado: un trabajador, un familiar, una causa. Puedo testificarlo.
A don Miguel lo recuerdo por su hablar pausado, gentil; extremadamente educado en sus observaciones, agudas y de fondo, habitualmente sin lugar para la réplica; de ánimo jocoso, humorista, una buena persona de sonrisa y carcajada. La foto que acompaña esta entrada ilustra con precisión su temperamento, sentido juguetón y vocación de estar detrás de todo. Lo conocí mientras trabajaba en el meritorio suplemento de libros Hoja por Hoja, ya desaparecido del panorama cultural mexicano, y cuyas colaboraciones firmaba como MAGCH. Tomás me lo presentó, diciéndome que era su padre, director de la empresa y doctorando en historia por la Universidad Iberoamericana. Fue entonces que lo miré trabajar en las oficinas, tecleando sus colaboraciones periodísticas, hablando por teléfono para expresar sus comentarios al aire en los diferentes espacios radiales que mantenía en las estaciones de radio. Nunca lo vi en su cabina de Radio UNAM, donde animaba matutinamente su muy requerida “Plaza Pública”, en su versión radiofónica, pues la periodística aparecía en el periódico Reforma desde su fundación.
Su velocidad para armar la “Plaza Pública” será también objeto de más de una remembranza. Quien lo haya visto trabajar, quiero decir, teclearla, revisarla y mandarla a los espacios que la alojaban concordará conmigo en que no requería de más de media hora para confeccionarla, releerla y mandarla por correo electrónico a los servidores de los espacios periodísticos nacionales donde aparecía. Alguna vez lo escuché decir que la formulaba mentalmente durante el día, la comentaba a lo largo del día en sus espacios radiales o periodísticos, y cuando llegaba la hora vespertina de su redacción ya la tenía armada cerebralmente para su redacción final, sí, final, no preliminar ni bocetada.
La capacidad de trabajo de don Miguel, pues así me dirigía a él y así aceptaba que le hablara, era proverbial. Mañana, tarde o noche, el tiempo de su escritura. Radio, periódicos, suplementos, libros y, en la etapa final de su trayecto, la televisión, sus soportes. Columnas de opinión, prólogos, reseñas, ensayos, crónicas, consejerías, sus géneros. La investigación histórica también estaba entre sus intereses. Recuerdo que alguna vez me confió que preparaba una novela sobre Bucareli, espacio de poderes en el antiguo régimen; recuerdo también que meditaba su tesis doctoral en historia sobre la biografía intelectual de Jesús Reyes Heroles, intelectual fundacional del régimen priísta. Las dos docenas de libros que escribió quedan como nuestro legado.
Del hombre público ya han hablado otros memorialistas: su tránsito por las aulas universitarias, su ejercicio como consejero ciudadano, su experiencia como candidato a la gubernatura de su estado —Hidalgo, donde nació en 1941—, son aspectos de su vida que no conocí en directo, aunque otros ya se han referido a esa singladura profesional en otros espacios, aunque a mí me constan, mas nadie requerirá de mi palabra para otorgarle verosimilitud o autoridad a su trabajo.
Sólo recuerdo la bondad de don Miguel, su generosidad, trabajo y labores compatibles con la verdad, la justicia y la equidad en este país.
Así lo recuerdo, así lo viví. Don Miguel, descanse en paz.

Foto: tomada de clases de periodismo.com

sábado, 22 de octubre de 2011

LA ESTIRPE DE LOS EXCÉNTRICOS

Singulares
Los escritores raros son el espejo de obsidiana donde se contemplan los clásicos. Con sus nombres podríamos integrar la estirpe de los escritores excéntricos, además de ocupar obesos volúmenes que arroparían otra historia de las literaturas nacionales, ya que estas flores negras florecieron en cada acervo regional y ninguna época las ha repudiado. Los hayamos en los decenios novohispanos como en el animoso siglo xix, aunque en la centuria vigesímica tuvieron su eclosión.
¿Qué define a los escritores raros? Por su capa romántica, lo que los singulariza es su temperamento, vocación de olvido y narrativa del fracaso. Sin embargo, su ponderación literaria aún no se emprende, pues se ha postergado o ocaso soslayado el análisis de sus arquitecturas literarias, aunque la invención prosística o poética de ciertos cofrades de la excentricidad estética ya fue valorada por algunos iniciados. En general, los empeños por absorberlos a los patrimonios culturales mantienen sendos procesos en Hispanoamérica. Ejemplos de dichas recuperaciones no sobran, pero sí disponemos de al menos un par de casos: el de Francisco Tario, cuya fiesta por su natalicio centenario comprendió homenajes callados, tesis universitarias enpolvadas, publicación de cuentalia completa, rescate de obra rezagada, acciones que pueden considerarse indicativos de una exégesis literaria.


Ahora menciono el otro caso por los afanes de recuperación de los legados olvidados, pues se trata de empeños culturales dignos de encomio: la publicación en Ciudad de México y Buenos Aires de las obras completas de Felisberto Hernández y Macedonio Fernández, respectivamente, sudamericanos afiliados a la constelación de los raros rioplantenses, donde habita otra legión de excéntricos.
En México, con sólo los escritores olvidados o relegados de la historia de las letras, podríamos levantar una demografía preliminar. Avancemos el listado con los de cierta resonancia: Santiago Sierra, Concha Méndez, Ramón Martínez Ocaranza, Carlos Rivas Larrauri, Jesús R. Guerrero, Pedro F. Miret, Efrén Hernández, Xavier Vargas Pardo, Rosario Sansores, aunque de nula presencia en los repertorios que deben informar sobre su legado literario.
Bien vista, esta sumaria demografía de extraños no se distingue en el mercado o el circuito cultural por su presencia, disponibilidad de obra en los anaqueles, consultas en las bibliotecas, acechos analíticos, transmisión de paradigmas y permanencia de modelos literarios. Como han sobrevivido por sus fans, se mantienen en el circuito de lectura por sus admiradores, quienes pepenan en las librerías de usado para encontrar las polvosas ediciones de sus libros.
Para ayudar a esos lectores, recuperar los acervos en extinción y valorar a esa especie endémica de la literatura, recién apareció la colección “Singulares” en cuyo timón mandataba un escritor, mejor dicho, narrador de luenga práctica en el cuento y la novela, jubiloso animador de la enseñanza de la escritura literaria, Mario González Suárez.
“Singulares” acarrea una serie de títulos y nombres que si no fueron célebres, arropados de gloria y fama, sí pertenecen a esa familia de rara avis, que he querido distinguir con el sobrenombre de raros —“inclasificables”, “extraños”, “ocultos”, los han llamado incluso—: Rubén Salazar Mallén, Calvert Casey, Osvaldo Lamborghini, Pedro F. Miret, Esteban Maqueo Castellanos, Francisco Tario, entre otros de futura publicación, que han dejado una estela en los confines de la historia literaria.
En este catálogo de raridades predominan los mexicanos, es cierto, no obstante se asientan en su curul cubanos y argentinos. En dos de ellos las ideas políticas marcaron su sino, y la prohibición o el escándalo sellaron sus obras: Salazar Mallén y Maqueo Castellanos. El exilio fue otra razón de trashumancia, sobre todo en la trayectoria de Maqueo Castellanos. En los cuatro restantes hay otros elementos comunes: primero, su circunstancia trashumante, ya que por una u otra razón familiar o conflicto social fueron inmigrantes. Con el caso de Miret me explico. Expulsada su familia por la guerra civil española, desembarcan del Sinaia en el puerto de Veracruz el 13 de junio de 1939. En la patria adoptiva, Pere se educa, trabaja, publica sus libros y escribe sus guiones de cine, varios de ellos catapulta de sendas películas. El de Casey, también fue otra vivencia del desarraigo, cuya cuentística recogida en Cuentos (casi) completos, fue traducida del inglés.
Explico otros elementos de empatía: por su temperamento, biografía y estética del derrumbe legítima y artísticamente integrarían la nómina de excéntricos que Pere Gimferrer pastoreó en Los raros, homónimo del título dariano. En casi todos, la edición de autor fue la forma usual de presentarse ante la sociedad, mas no amasaron así reputación ni prestigio literarios.
El primer volumen de “Singulares” apareció en el 2009: el cuentario ya mencionado de Casey. Los más recientes títulos fueron publicados en el 2011: La ruina de la Casona. Novela de la Revolución mexicana, de Maqueo Castellanos, cuya primera edición fue impresa en la Ciudad de México en 1921; y Aquí abajo, de Francisco Tario, impresa en 1943 y no vuelta a publicarse sino hasta ahora. Por cierto, una novela desconocida que merece atención lectora y escolio por su singularidad.
En tanto serie, es preciso sopesarla no sólo por sus títulos y autores ganados al olvido, sino también por su arquitectura editorial. Destaca por haber convocado a varios artistas plásticos para confeccionar el grabado que ilustra la portada. Cada título obtuvo un tiraje de mil ejemplares, cada uno sometido a procesos de edición escrupulosos en los que no se admitió la errata, el descuido tipográfico ni el yerro en la diagramación de sus planas. Basta un sobrevuelo por sus folios para constatar el trabajo pulcro. El diseño editorial esmerado se muestra también en las solapas y la camisa, donde yace el preciosismo de la “S”, emblema de la colección, calada en el ángulo superior del volumen, que fundida al logo de la editorial que auspicia la colección (cnca), perfila la silueta de un cisne negro. Del papel en que fueron impresos los ejemplares, se agradece que tenga el suficiente gramaje para evitar el efecto traslúcido, además de que su coloración natural se acopla a la perfección con la tipografía, generosa en su cuerpo, y legible en su fuente. Sin embargo, del precio sí me quejo, pues cada título sobrepasa los cinco salarios mínimos, excesivo para una economía depauperada, aunque justo si consideramos los valores agregados al libro como objeto, entre ellos, un texto liminar esmerado.
Los autores y obras publicados en “Singulares” hasta ahora integran la siguiente lista: Rubén Salazar Mallén, Camaradas. Soledad; Calvert Casey, Cuentos (casi) completos; Osvaldo Lamborghini, Tadeys; Pedro F. Miret, La zapatería del terror; Esteban Maqueo Castellanos, La ruina de la Casona; Francisco Tario, Aquí abajo; José María Benítez, Ciudad. Ningún poeta se incluye en este repertorio, es cierto, como si no los hubiera. Anomalía que se explica pensando en el oficio narrativo del antiguo director y en que el propósito de la colección es rescatar del ostracismo a los malditos, raros y extravagantes fabuladores que pululan en la república de los escritores muertos.

Francisco Tario, Aquí abajo, México, cnca, 2011, 174 pp. (Singulares)

Nota bene: adelanto de la reseña que La Palabra y el Hombre (Xalapa), publicará en su último número del presente año.

miércoles, 12 de octubre de 2011

COLUMNA INVITADA

Un dinosaurio crítico

David Baizabal
Que la minificción es un género autónomo ya no puede ser discutido a estas alturas de la producción literaria, por lo menos en lengua española. Y si aún hay alguien que lo ponga en duda que le eche un ojo a Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México de Javier Perucho, quien es editor de El Cuento en Red. Revista Electrónica de Teoría de la Ficción Breve, ensayista e historiador de, según él mismo, “dos géneros menores, un causa perdida y los escritores extravagantes”[1]; es decir del microrrelato y el aforismo, la vida y producción literaria chicanas (o de la diáspora), y de los escritores raros.
Lo interesante de este libro es que también se asoman los micronarradores de la diáspora que han tocado el suelo mexicano en su producción literaria. Pero vayamos por orden. Hay que decir que éste es el libro más reciente de Javier Perucho y que no se trata de una nueva antología[2]; sino de un estudio historiográfico propiamente, y requiere especial atención puesto que es el primer acercamiento de este tipo al microrrelato mexicano. El primer acierto del autor es no hacer desplantes teóricos respecto a la extensión del género; tiene razón, es ocioso y, sobre todo, infructuoso. Cierto que en el capítulo introductorio, “Pórtico”, nos recuerda algunas características esenciales del microrrelato —que no viene al caso mencionar aquí—, retrocede hasta Aristóteles y después va más atrás, a la China antigua, apoyado en José Vicente Anaya. Y sigue con una hipótesis sobre la posible difusión de las formas breves chinas a Japón y Corea; al margen hay que anotar que no está documentada la afirmación de que en Persia también hubo tales brevedades; por supuesto no descalifico el dato, pero serviría al lector contar con la fuente.
En el mismo capítulo introductorio Javier Perucho hace una rápida reseña sobre el microrrelato en Latinoamérica, sus principales cultivadores, compiladores y estudiosos; también sobre los antecedentes del microrrelato en México, las influencias y confluencias, y la estructura y objetivos del libro mismo.
La parte central, desde luego, es “Estelas del cuento brevísimo en México”, un recorrido cronológico, pero también analógico, de los narradores de brevedades mexicanos, incluido José de la Colina, español naturalizado mexicano. No es una simple cronología de autores y obras, para eso bastaría consultar una historia de la literatura mexicana; en Dinosaurios… encontramos un acercamiento a los valores de las obras, una evaluación crítica del aporte a la tradición literaria por parte de los autores, una ojeada a las distintas poéticas. Por ahí desfilan Alfonso Reyes, Julio Torri, Edmundo Valadés —piedra angular en la difusión del género—, Juan José Arreola, Raúl Renán, Salvador Elizondo, De la Colina, José Emilio Pacheco, Avilés Fabila… y la lista continúa hasta los narradores más jóvenes con alguna obra significativa. La visión del microrrelato mexicano se completa con Max Aub, Golwarz, Monterroso, Otto-Raúl González y Jodorowsky.
Otro aspecto interesante es la posición de Javier Perucho respecto a la obra de brevedad de José Emilio Pacheco: “en mi consideración son textos literarios cuyas características más distintivas son la concisión, la brevedad y la elipsis, que se rigen por leyes propias del género cuento […]”. Igualmente es interesantísimo el apunte que hace sobre Fabila, nos muestra a un narrador que no aporta nada nuevo: un zarpazo.
Creo que Dinosaurios de papel… merece atención por otra razón más: los temas de investigación que están flotando, haciendo señales a los amantes del género; desde las primeras páginas hasta las últimas Perucho nos señala los cabos sueltos de la crítica e investigación microcuentística; es más, en este libro encontramos una “célula que explota”: una breve apostilla sobre La Marina, taller de minificción del portal Ficticia. Ciudad de Cuentos e Historias, donde además está prohibida la entrada a poetas, cosa paradójica o, mejor, oximorónica.
No encuentro nada reprobable en este libro de Perucho, arriba hice una anotación y aquí sumo dos más: la confusión entre una función genitiva y una ablativa en los títulos de las obras por él citadas; y el ruido que me causa la utilización del término metaficción en vez de intertextualidad en su acepción más general como correspondencia entre una obra y otra antecedente. He tenido la oportunidad de informar sobre el primer punto al autor, hago sin embargo la observación para que aquél que lo note también no se ponga exquisito como yo, que para exquisitez tenemos con la fluidez de Perucho, pues ciertamente Dinosaurios… tiene mucho de agilidad y amenidad en su estructura y redacción. Ahí que quede.


Perucho, Javier, Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México. México, Ficticia-UNAM, 2009.

[1] Estas palabras podemos leerlas en el “perfil” del Miretario, bitácora electrónica del autor, http://cuatario.blogspot.com/
[2] Recuérdense las antologías El cuento jíbaro. Antología del microrrelato mexicano y Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano.

martes, 4 de octubre de 2011

ESTAMPAS DE TJ

Postales al vuelo
Mientras camino por una calle en penumbra, escucho el arrepentimiento de un hombre que vigila la entrada de un tugurio: “Se me estancó el casquillo, por eso no le di al desgraciado.”
Ya en el aeropuerto, mientras pierdo el tiempo asomado a un ventanal, sorprendo a un trabajador de la limpieza, que escarba entre el bote de basura, saca una hoja blanquecina, con ella se limpia la nariz, la dobla en cuatro e inmediatamente se talla los párpados, luego la guarda en su bolsa trasera del pantalón.
Visito por la tarde el Grafógrafo, librería de viejo alimentada por René Castillo, a quien conocí hace dos años mientras él era estudiante organizador de un Festival del Libro Usado (Felius), que promueve la lectura, los libros viejos y el encuentro literario con las nuevas generaciones que prepara la universidad local. En su oficina, minúscula y retacada de libros, me comenta que continúa el Felius, que ya organiza los preparativos del inminente cuarto encuentro. Me sorprenden los asiduos al local: niños, jóvenes, bohemios, muchachas en busca de su sentido. Sin embargo, me asombra una de sus parroquianas: mientras lee un libro copia a mano uno de sus fragmentos para llevarlo a sus compañeros de trabajo, a quienes se los lee mientras acometen sus labores. René me confiesa su oficio, que callo en su respeto.


En el vuelo de regreso, escucho en el Ipod las sonatas para piano y chelo de Beethoven, interpretadas por Rostropovich y Richter. De repente siento húmedo en la entrepierna, entreabro los ojos y miro a la azafata que me mira asustada, habla pero no entiendo nada por los audífonos. Miro la mesa abatible, sobre ella escurre espuma y un líquido oloroso a cerveza. Me sobresalto al verme empapado pantalón y camisa. Le reclamo, dice que fue un accidente. Me pasa un manojo de servilletas. La desprecio. Las tres horas de vuelo fueron una pesadilla. Al aterrizar me quejo con el capitán, quien dice que fue un accidente, que lo siente. Yo le digo que fue más que eso: falta capacitación de su personal de abordo, una incompetencia. Más tarde, en un corredor del aeropuerto, veo a los dos, capitán y azafata, cogidos de la mano. Siento que mi queja no prosperará.
—Ven, primo, ven.
—No, yo estoy bien. No quiero.
—Ven, primo, mira la oferta.
—Yo estoy bien. No quiero.
Cruzo la calle. Miro al primo custodiar una sala de masajes. Me hace señas para que regrese. Con otro gesto le digo que no.
—Adónde lo llevo, joven.
—Aquí nomás al aeropuerto.
—¿Cómo lo trataron?
—Hasta ahora no puedo quejarme.
—¿Y a usted cómo le va?
—Pues mire, la ciudad ha cambiado, ya no se ve tanto muerto, ni descabezados por ahí regados. Ahora la ciudad es más tranquila, hay más visitantes y la gente empieza a salir. Pero hace años corría tanta sangre, no me regresé a mi tierra, soy de Jalisco, por falta de lana, harto miedo me dio. Mire, joven, yo soy panista, militante y siempre he votado por el partido. Pero cómo la han regado, no supieron controlar a los malandros y se les salieron del huacal, y ahora no saben cómo regresarlos. Tengo mala suerte con el partido, cada vez que voto por ellos, algo les sale mal. Eso sí, nunca en mi vida he votado por el PRI y no creo hacerlo. Ahí que se arreglen ellos, que se chinguen tapando el huacal.