Postales al vuelo
Mientras camino por una calle en penumbra, escucho el arrepentimiento de un hombre que vigila la entrada de un tugurio: “Se me estancó el casquillo, por eso no le di al desgraciado.”
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Ya en el aeropuerto, mientras pierdo el tiempo asomado a un ventanal, sorprendo a un trabajador de la limpieza, que escarba entre el bote de basura, saca una hoja blanquecina, con ella se limpia la nariz, la dobla en cuatro e inmediatamente se talla los párpados, luego la guarda en su bolsa trasera del pantalón.
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Visito por la tarde el Grafógrafo, librería de viejo alimentada por René Castillo, a quien conocí hace dos años mientras él era estudiante organizador de un Festival del Libro Usado (Felius), que promueve la lectura, los libros viejos y el encuentro literario con las nuevas generaciones que prepara la universidad local. En su oficina, minúscula y retacada de libros, me comenta que continúa el Felius, que ya organiza los preparativos del inminente cuarto encuentro. Me sorprenden los asiduos al local: niños, jóvenes, bohemios, muchachas en busca de su sentido. Sin embargo, me asombra una de sus parroquianas: mientras lee un libro copia a mano uno de sus fragmentos para llevarlo a sus compañeros de trabajo, a quienes se los lee mientras acometen sus labores. René me confiesa su oficio, que callo en su respeto.
En el vuelo de regreso, escucho en el Ipod las sonatas para piano y chelo de Beethoven, interpretadas por Rostropovich y Richter. De repente siento húmedo en la entrepierna, entreabro los ojos y miro a la azafata que me mira asustada, habla pero no entiendo nada por los audífonos. Miro la mesa abatible, sobre ella escurre espuma y un líquido oloroso a cerveza. Me sobresalto al verme empapado pantalón y camisa. Le reclamo, dice que fue un accidente. Me pasa un manojo de servilletas. La desprecio. Las tres horas de vuelo fueron una pesadilla. Al aterrizar me quejo con el capitán, quien dice que fue un accidente, que lo siente. Yo le digo que fue más que eso: falta capacitación de su personal de abordo, una incompetencia. Más tarde, en un corredor del aeropuerto, veo a los dos, capitán y azafata, cogidos de la mano. Siento que mi queja no prosperará.
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—Ven, primo, ven.
—No, yo estoy bien. No quiero.
—Ven, primo, mira la oferta.
—Yo estoy bien. No quiero.
Cruzo la calle. Miro al primo custodiar una sala de masajes. Me hace señas para que regrese. Con otro gesto le digo que no.
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—Adónde lo llevo, joven.
—Aquí nomás al aeropuerto.
—¿Cómo lo trataron?
—Hasta ahora no puedo quejarme.
—¿Y a usted cómo le va?
—Pues mire, la ciudad ha cambiado, ya no se ve tanto muerto, ni descabezados por ahí regados. Ahora la ciudad es más tranquila, hay más visitantes y la gente empieza a salir. Pero hace años corría tanta sangre, no me regresé a mi tierra, soy de Jalisco, por falta de lana, harto miedo me dio. Mire, joven, yo soy panista, militante y siempre he votado por el partido. Pero cómo la han regado, no supieron controlar a los malandros y se les salieron del huacal, y ahora no saben cómo regresarlos. Tengo mala suerte con el partido, cada vez que voto por ellos, algo les sale mal. Eso sí, nunca en mi vida he votado por el PRI y no creo hacerlo. Ahí que se arreglen ellos, que se chinguen tapando el huacal.
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