EDUARDO RICO SÁNCHEZ
El hombre pez
Nadie lo comprende.
Nadie entiende qué ocurrió aquella tarde. Él llevaba un pantalón vaquero,
chubasquero rojo y zapatillas blancas. Fue como por arte de magia: desapareció
en el agua. Echó a caminar hacia la orilla, dicen algunos que a mirarse en el
borde, como el que espera con impaciencia la venida de la muerte en esa costura
de espuma que el mar forma con la playa. No es de extrañar que eso sucediera,
pero él sabía que los vencejos no dominan la gramática y que el largo cuello de
los cisnes nada tiene que ver con la Vía Láctea. No ignoraba que los vendavales
de querubes estuvieran compinchados para formar galernas infernales, que las
atarazanas de Jasón no se hallaran atestadas de argonautas o que las tubas y
cornamusas entonaran salmos para la discordia en las alcobas celestiales. Es
verdad, todo eso ya lo tenía en la cabeza mientras dejaba su indeleble rastro
en las miradas de la gente. Todo lo tenía aprendido y, tras encontrar moribundo
en un charco de lágrimas el último pez azul que su alma imaginaba, echó a nadar
hacia la dársena que llaman de los hombres dormidos, se ungió de escamas y, al
marcharse, llamaba a gritos a las sirenas por sus nombres y a los abismos
sumergidos, con escurridizas burbujas de plata.
Catábasis
Sumirse fue
inundación. Sumergirse fue como entrar en una gruta y empezar a comprender que
la palabra redención es con la que comienza el libro primero de la escritura
del hombre; ese libro que ya creyó haber leído en el pasado, antes, incluso, de
que nadie lo hubiera escrito. La voz que allí se escucha transita por los
caminos del recuerdo como por un calvario de versos transidos por el dolor y el
sentimiento de los fondos marinos. Es el vértice que irradia conversión o el
oxidado reborde de la herida abierta por donde escapa el resplandor de lo
acontecido. Todo, todo está bañado de la simultaneidad, de la desnudez llana,
del principio de comunión con uno mismo, y casi no le queda aire… El compás del
corazón es una débil melodía que lanza alfileres por las arterias navegables
del olvido: Orfeo ya no rescatará más Eurídices y el fulgor del sol será el
comienzo de la negación. Pero es a lo que se arriesga un portavoz de lo
inhóspito que avanza consumido y no le preocupa la tumefacción del alma ni el inframundo
y solo escribe como un autómata que, a pesar de todo, imagina haber llegado,
como en un sueño de hombres peces, a las puertas del Paraíso.
El náufrago
Cuando le sacaron
del mar permaneció el resto de sus días en una pecera. Se ensimismaba en los
atardeceres rojos ante la larga y brillante línea del horizonte. Sacaba sus
labios calcáreos y aspiraba el suavísimo aroma de las olas del océano, como el
que ansía en el vaho del mar el dolor de los paisajes de ciudades sumergidas y
el acabamiento en los pasados azules más remotos. Cuando murió, el agua embebió
sus lágrimas. Nadie reparó en que bajo sus escamas latía el corazón de un
hombre.
Náyade dormida
¡Y dicen que el
pescado es caro…!, si lo sabrán mis ojos, que aún no se han acostumbrado a la
oscuridad de este recodo de la vida, al difícil tormento del aliento de tus
muslos húmedos, al lustre de tus nalgas anegadas de relámpagos, a la apnea de
esos labios bañados de sonrisa púrpura, o a esos tus pechos construidos como
con textura cocida e imposible de huevo duro… ¿Te sorprenden mis poemas? No sé
si me escuchas, si te llega al fondo del alma mi zozobra, hasta esa profundidad
de pecado carnal inusitado que tanto anhelas. ¿Duermes aún, amor mío? Creo que
no podré resistir ni un segundo más, cariño: las palabras se me diluyen ya en
la esencia azul de este sueño ilusorio y lascivo de burbuja…
A pleno pulmón: Semblanza de Eduardo
Rico Sánchez
Que yo escriba
relatos, que éstos sean de gran brevedad, que además estén empapados de
lenguaje poético y que algunos digan que esto no es microrrelato, para mí es
circunstancial; provengo de la poesía y algún día a ella he de volver, si no lo
he hecho ya. Esta circunstancia, digo, me ha permitido viajar en naves
espaciales, volver con Wells a tiempos increíbles, planear con Uriel, descender
con Belcebú a los infiernos o nadar con peces improbables y bellísimos, y eso
es lo que importa en verdad. En ese ínterin he llegado a publicar un libro de
cuentos denominado La vida en cartón
piedra (Atlantis, 2009), a colaborar en el periódico de mi tierra natal (El Diario de Menorca) y, mientras aguardo que salga mi nombre en
una antología que publicará Talentura ya, a seguir a la espera de que otra
incierta editorial ponga en papel encuadernado algunos escritos más.
Muy recientemente y
ante mi constante inmersión literaria, le preguntaba a mi amigo Adrián San
Juan, gran microrrelatista, si para tal menester debería sopesar seriamente si
alquilar un submarino, adquirir un batiscafo o hacerlo, sencillamente, a pleno
pulmón; a lo que contestó de inmediato: Darle
un beso a una sirena ya te otorga un plus de una hora de buceo extra, dos si es
de tornillo. Sabias palabras, desde luego; lo que me ha llevado a
reflexionar sobre que hace ya tanto tiempo que permanezco en este estado de
salmuera ingrávida y abismada que, a pesar de que sigo buscando ese beso de
sirena, ya no sé si lo que de verdad voy a necesitar es una escafandra para
poder respirar cuando algún día saque la cabeza de este piélago de la
literatura.
En fin, que me
expongo aquí, en este Miretario de
Javier Perucho, al que no dejo de agradecer su entusiasmo para con los textos
acuáticos que escribo, y sólo pretendo ser una línea más en este proceloso mar
de la ficción.
Ilustración:
Náyade, de Roberto
Ferri.