Polvo y cenizas
Javier Perucho
Para los seguidores y nuevos adeptos a las preciosidades literarias de Cormac McCarthy, no será fácil proseguir o mantener la más reciente novela entre sus manos, pues la lectura de La carretera exige una condición lectora particular: la persistencia. Los muchos fanes que había embrujado con su fina hebra prosística deberán esforzarse para llegar al final epifánico, pues atrás quedaron los confines fronterizos, las dicotomías entre civilización y barbarie, la violencia primitiva del salvaje oeste, también fueron relegados la narración lineal, los capítulos unidimensionales y los acontecimientos engarzados secuencialmente, como puede verificarse en La carretera, donde tales recursos los sustituye por la estampa de rompecabezas y el tiempo del relato dislocado.
Por una hecatombe —natural o nuclear, nunca se revela la causa—, el locus amoenus del que habitualmente escribe McCarthy queda destruido hasta el polvo, y las cenizas tapizan con un algodón carbonizado el páramo que antes alojaba una ciudad, un villorrio o una granja. De estos espacios sólo queda constancia en un camino asfaltado, una lata de coca cola, un carrito de supermercado rebosante de víveres y frazadas, y un mapa estrujado con el cual se orientan, entre esa geografía de la desolación, la rapiña y el bandidaje, los dos sobrevivientes de que da cuenta la historia.
Esos objetos desvencijados cumplen una función simbólica en el relato, pues resultan imprescindibles para la sobrevivencia del padre, de nombre anónimo, y su hijo, cuyo apelativo ordinario es “el chico”.
Los personajes se dirigen al sur y hacia el mar, como mandatan las esperanzas de la mitología estadounidense, en busca de un clima templado. En el trayecto, abandonados a la buena suerte del destino, sobreviven a varias peripecias, entre ellas, a las trampas del hambre, ya que recorren una geografía en que cada animal o planta fue aniquilado por los efectos del cataclismo; a bandas de forajidos que asolan las regiones por donde transitan; a la endeble salud del padre; al clima frío, la nieve y la lluvia, los elementos a los que escapan en cada paso de su peregrinar. A esta acumulación de adversidades, se agrega la falta de luz natural y artificial: una eclipsada por la nube carbónica que vela el firmamento; la otra, por la carestía de los combustibles utilizados tradicionalmente, ya que fueron arrasados por el fuego apocalíptico. Entonces, para recibir calor e iluminarse en la noche enemiga, mendigan desperdicios de papel, toncones ennegrecidos y las ramas muertas que logran encontrar. Negra es su vida, más negro el firmamento y, si cabe, más negro aún su porvenir. La fatalidad, el pesimismo y la desesperanza tapizan cada uno de los parágrafos que dan consistencia a esta novela de tapiz en mosaico, condimentada con lascas de una escritura soberbia.
En alto contraste, No es país para viejos (Random House, 2006), sin ser una continuidad de la Trilogía de la Frontera (Todos los hermosos caballos, En la frontera, Ciudades en la llanura), aunque sí uno de sus deltas narrativos, se sostiene por la misma trepidante aventura por la vida, con sus respectivos aditivos: la violencia, las dualidades funestas entre el bien y el mal, la sobrevivencia del héroe más apto.
Con esos elementos se formula la poética narrativa de McCarthy: sus protagonistas corren invariablemente para salvar la vida. Unos perseguidos por un grupo de maleantes afincado en la tierra de nadie que es la frontera méxico-estadounidense. Los otros, hacia el sur, en busca de condiciones templadas para perpetuar la vida de la especie. Para aquéllos, sangre, balazos, persecuciones para recobrar o mantener el botín; para los otros, la cuesta del Gólgota si quieren preservar el género humano en peligro de extinción.
No es casual que el otro protagonista de La carretera fuese un niño, aunque ambos, padre e hijo, prosigan el camino “por la larga carretera negra”, aferrados a la certeza de que no les pasará nada en el trayecto, “Porque nosotros llevamos el fuego.” En su travesía, salvan las pruebas de vida: salteadores de caminos, hambre, la lucha contra los elementos y la encomienda paterna: asestarle un plomazo al hijo para que no caiga vivo en manos de las hordas caníbales que asolan ese mundo desolado.
Si llegan o no al destino anhelado, indagarlo es competencia exclusiva de los lectores de McCarthy, a mí apenas me corresponde apuntar que este prosista, apegado al estilo de vida de un eremita, se ha convertido en uno de los clásicos vivos del siglo XXI, no sólo por anticiparse al crepúsculo de la cultura “americana”, sino por el invalorado hecho de que La carretera fue una novela escrita para nosotros, sus devotos lectores.
Cormac McCarthy
La carretera
Traducción de Luis Murillo Fort, Barcelona, Random House Mondadori, 2007, 210 pp.
[Publicado en el suplemento de libros Hoja por Hoja, México, marzo, 2008.]