ESTÍMULO, BOCETO Y FINAL
Procesos escriturales en el Taller de Artes Literarias II. El profesor improvisa un relato a partir de un estímulo visual, trazado sobre la pizarra con plumón verde. Los alumnos improvisaron sobre otras estampas: El Valiente, El Azteca y El Payaso, registradas en sus respectivos blogs.
A) El mono (estampa de la lotería mexicana):
Procesos escriturales en el Taller de Artes Literarias II. El profesor improvisa un relato a partir de un estímulo visual, trazado sobre la pizarra con plumón verde. Los alumnos improvisaron sobre otras estampas: El Valiente, El Azteca y El Payaso, registradas en sus respectivos blogs.
A) El mono (estampa de la lotería mexicana):
B) Primer boceto (pizarrón y tinta verde):
C) Elías, David y Xóchitl, alumnos del taller ensimismados por sus notas (salón de clase, mesas y sillas):
D) Segundo boceto (hoja cuadriculada de cuaderno, obsequiada por Elías):
E) Versión final (microrrelato añadido al libro en preparación, el cual servirá para justificar la ausencia de un personaje):
CONFESIONES
Cuando terminé mi rutina, caminé hasta la jaula del
gorila. Al llegar al mirador aún no salía de su cueva, pero lo esperé poco
tiempo, apenas el suficiente para ordenar y acomodar mis herramientas en su
caja. Un momento después salió como siempre, arrastrando su pesado cuerpo, por
la pura nostalgia de sus árboles selváticos, los párpados entornados por la luz
del sol que ya se apostaba en ese firmamento de rejas, celdas y murallas. Llegó
lenta, derrengadamente hasta el patio de la fosa que nos separaba. Y ahí se
quedó mirándome, silencioso y yacente, y yo contemplándolo como cada mañana. Así
sentado el gorila, como un monarca antiguo que compurgaba su exilio, empecé a
contarle las cuitas del trabajo, mi agridulce vida familiar y el hastío en que
me encontraba varado. Como siempre, él escuchaba mi trivia doméstica, a veces
asintiendo con un leve movimiento de la cabeza. De lunes a viernes lo visitaba
para confesarle mi vida sin atributos, hasta que un día —el jueves en que iba a
compartirle que asesinaría al cocinero, amante de mi mujer—, ya no salió a
escucharme, pero desde la baranda lo oía gemir, respirar y guturar desde el
fondo de su cueva.
Si no me escuchó mi amigo, ustedes menos me
comprenderán, pero tal como ordena la manda, confesada en el balcón del
zoológico, al día siguiente apuñalé al cocinero.