miércoles, 8 de julio de 2020

SIRENAS DE CIRCO

Ramón Gómez de la Serna

A veces el circo abre su pista acuática y contrata unas bellas sirenas, sirenas de río, sirenas blanquísimas del sucio Sena. Cuando ese número existe en los programas, es el de su llegada el momento culminante y poético del espectáculo.
De pronto el circo comienza a hundirse. Todos parece que vamos a naufragar. El agua, escondida siempre debajo del mundo, aparece desnuda.
A los espectadores de primera fila les ponen el impermeable que también los simones tienen para cubrir las piernas en día de lluvia. Esas butacas con impermeable tienen algo de butacas marinas, butacas un poco metidas en una camilla.
El agua oscura se mueve ya con palpitación extraña. ¿Puede ser esta agua oscura la que bebemos en nuestros vasos claros? Sí es, desde luego, el agua que nosotros bebemos, el agua de los vasos.
¿Van a salir del fondo las sirenas? Del fondo debían salir, apareciendo primero la cresta de sus gorras de baño.
Pero no: las sirenas vienen de la calle, de gozar esa cosa de anfibias que tienen; probablemente del teatro.
Su modo de nadar es, además, humano, pues dan las boqueadas del que se ahoga. No ha aprendido todavía el nadador a sacar la cabeza con serenidad, no tiene quizás el cuello lo bastante largo.
Lo que yo encuentro es que estas sirenas necesitan la roca en que mostrarse, en que secarse al sol, en que sacudirse el agua, en que coletear, en que lanzar sonrisas mojadas al público.
Hay opiniones distintas sobre estas sirenas plásticas, escullantes y urbanas. Hay a quien no emocionan porque una mujer mojada le parece como una gallina sobre la que ha llovido; pero hay quienes las secan con las miradas y las disfrutan sin humedad. A mí me dan ganas de echarles miguitas de pan.
Desde luego, es un número limpio y ejemplar, que anticipa el verano. Sólo faltan los inquietos fotógrafos con sus kodaks de playa.
La que se llevó los grandes premios, la reina de las otras, escultural y submarina, vuelta sobre el espectáculo como pez volador, y es tan mórbida que sus hombros hacen un juego eurítmico con sus caderas.
Pero es demasiado rápida la exhibición de estas nadadoras, vestidas por el pundonor del agua, y que, cuando ya son relucientes estatuas de mármol, se van, dejando en el baño la huella de sus cuerpos, que algunos recalcitrantes se quedan contemplando largo rato, siéndoles difícil a los acomodadores echarles a la calle.
Dejan afeminada el agua y la han convertido en una especie de agua de Colonia pornográfica.

 

Ramón Gómez de la Serna, “Sirenas de circo”, en El circo, Madrid, Espasa-Calpe, 1968, pp. 85-86.