Ángel
Olgoso
Se
untan con pomadas para cicatrizar las terribles grietas que deja en su piel la
humedad constante y reblandecedora.
Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y
lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para suavizar sus destrozadas
cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero: ningún emplasto las libra del
dolor de garganta, de las profundas estrías, del sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier
empeño. Y, rendidas, vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias
uncidas al yugo, como esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en
la fábrica, regresan a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de
su tarea, doce horas con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras
infestadas de minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de
los cormoranes, de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas,
del gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que
cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando
en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar las aguas crestadas de
blanco hacia no importa qué país, perderse tierra adentro en un bosque de
hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en una atronadora ciudad, en
las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto, la sombría marea baja les
absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va apagando como la de un lagarto
que acabase de morir, ya no es más que un manchón de plata, con largos cabellos
apresados en salitre y esa pronunciación de escamas abajo. Sin embargo, a pesar
de todo, aún cantan con exquisita dulzura, quizá lo hagan al dictado de
arcaicas servidumbres, pero cantan sin parar, aún cautivan, aún entonan
promesas que atraerán irresistiblemente a marinos incautos.
Ángel
Olgoso, Astrolabio, Granada, Cuadernos
del Vigía, 2007, pp. 28-29.