JULIO TORRI
Werther
Aquella noche estaba atareadísimo escribiendo una carta a cierto amigo mío, cuando de la vecina habitación percibí un sordo rumor semejante al que producen dos personas que conversan sigilosamente. Debo abrir aquí, bondadoso lector, un paréntesis, y deciros que yo estaba completamente solo en la casa y que ésta era grande y espaciosa, negra y obscura, y que más aspecto presentaba de sombrío convento que de humilde casa habitación. El terror que de mí se apoderó fue tal que mis labios no pudieron articular un solo grito ni mis músculos hacer un solo movimiento, pocos momentos permanecí en este estado pues pude reponerme pronto, no sin hacer antes un gran esfuerzo sobre mí mismo, y verdaderos derroches de valor y energía. El ruido de voces continuaba tan quedamente como antes y sin percibirse una sola palabra. Llegaban a mis oídos como un lejano murmullo y por más esfuerzos que hice por distinguir el timbre de las voces no pude obtener ningún resultado. Me levanté suavemente y andando de puntillas me aproximé a la puerta que comunicaba con las dos habitaciones y que estaba entreabierta, apliqué el oído a la cerradura y conteniendo los vuelcos de mi corazón oí estas terribles palabras, proferidas con robusta y grave voz, que a mí me pareció cavernosa y hueca: “—Matémosle, está solo y carece de armas, tú le impedirás hablar colocándole las manos en la boca mientras que yo le hundiré este puñal que pende de mi cinto; él caerá en tierra y seremos tan hábiles que aprovecharemos el momento en que el terror le enmudezca.” Yo no pude contenerme, lancé un grito y desperté: me había quedado dormido sobre el Werther.
La Revista, Saltillo, Coahuila, 1 de febrero, 1905.