Homero Quezada
A mi amigo Javier Perucho
Amaba la tersa sinuosidad de su trasero; sus caderas, generosas parábolas
donde mis manos se aprestaban a asimilar enseñanzas edificantes, eran festín y
consagración de mi deseo.
Una vez, alelado, mientras la miraba alejarse, de
pronto se volvió y me dijo:
—¿Qué tal, eh? Puro omega 3—.
Supe así que era una
sirena.