MARIO BENEDETTI
Un reloj con números romanos
No se culpe a nadie de mi vida.
Julio Cortázar
¿Te llama la atención mi reloj? A mí siempre me gustaron los
relojes con números romanos. ¿Crees que está atrasado porque marca las once y
cuarto? No, no está atrasado. Simplemente, hace diez años que está detenido en
esa hora. ¿Por qué? No es tan simple de contar. Nunca hablo de eso, nada más
que por miedo a que no me crean. ¿Serías capaz de creerme? Entonces te lo
cuento. Más que un recuerdo, es un homenaje. Diez años. Recuerdo la fecha,
porque todo ocurrió al día siguiente de mi cumpleaños. Tenía quince y estaba
bastante orgulloso de mi nueva edad. Pasaba ese verano en casa de mis tíos, en
un pueblecito mallorquín, en medio de un increíble paisaje montañoso. Después
de las muchedumbres y el tránsito enloquecido de Barcelona, aquello era un
paraíso. Por las mañanas me gustaba ir a la cala que quedaba allá abajo; en
hora tan temprana estaba siempre desierta. En esa época nadaba muy mal, así que
nunca me alejaba mucho de la orilla porque en ciertos momentos del día las
olas, altísimas y todopoderosas eran siempre un peligro. Me bañaba desnudo y
eso constituía todo un disfrute en aquel agosto particularmente caluroso. Esa
mañana descendí casi corriendo por el sendero irregular y pedregoso que llevaba
a la cala, y una vez allí, sin mirar siquiera a mi alrededor, me quité el short. Iba a meterme en el agua, cuando
sentí que alguien me gritaba, algo como buenos días. Miré entonces y vi a una
mujer joven, morena, hermosa. Llevaba una mínima tanga, pero su busto estaba al
descubierto. Sentí un poco de vergüenza y me tapé con las manos, pero ella
empezó a caminar y enseguida estuvo junto a mí. No tengas vergüenza, dijo (en
un correcto español pero con acento extranjero, como si fuese inglesa o
alemana). Mira, yo también me quito esta menudencia, agregó, y así estamos
iguales. Preguntó cómo me llamaba y le dije que Tomás. Tom, repitió ella. Eres
lindo, Tom. Creo que me puse rojo. Ven, dijo, y tendió su mano hacia mí. Yo le
di la mía. Ven, repitió y me miró calmosamente. Sonreía, pero era una sonrisa
triste. ¿Nunca has estado con una mujer? Dije que no, pero sólo con la cabeza.
¿Y qué edad tienes? Ayer cumplí quince, contesté con mi orgullo algo
recuperado. Entonces empezó a acariciarme, primero los hombros, luego el pecho
(yo reí porque me hizo cosquillas), la cintura, siempre sonriendo con infinita
tristeza. Cuando llegó a mi sexo, éste ya la estaba esperando. Entonces sonrió
más francamente y con un poco menos de tristeza, pero no se detuvo allí,
continuó acariciándome y así llegó a mis tobillos y a mis pies llenos de arena.
En ese momento comprendí que me estaba enseñando algo y resolví ser un buen
alumno. También yo empecé a acariciarla, pero en sentido inverso, de abajo
hacia arriba, pero cuando llegué a aquellos pechos tan celestiales, me sentí
desfallecer. De amor, de angustia, de esperanza, de nueva vida, de qué sé yo.
Nunca más he sentido una sensación así. Entonces, sin decirnos nada, nos
tendimos un poco más allá, donde el agua apenas lamía la arena, y ella
prosiguió minuciosamente su clase de anatomía. La verdad es que a esa altura yo
ya no precisaba más lecciones y la cubrí sin ninguna timidez, casi te diría que
con descaro. Y mientras disfrutaba como un loco, recuerdo que pensaba, o más
bien deliraba: esta mujer es mía, esta mujer es mía. Cuando todo acabó,
continuó besándome durante un rato. Luego se quitó el reloj (precisamente este
reloj) de su muñeca y me lo dio. Mira, se ha detenido, eso quiere decir algo,
guárdalo contigo. Y yo, que siempre había querido tener un reloj con números
romanos, lo puse en mi muñeca, a ella le dije gracias y la besé otra vez.
Entonces dijo: Eres lo mejor que me podía haber pasado, justamente hoy. Ahora
me voy contenta, porque nos descubrimos y fue algo maravilloso, ¿no te parece?
Sí, maravilloso, pero a dónde vas. Al mar, Tom, me voy al mar. Tú te quedas
aquí, con el reloj que se ha detenido, y no digas nada a nadie. A nadie. Me
besó por última vez y su lengua estaba salada, como si fuera un anticipo del mar
que la esperaba. Empezó a caminar lentamente, se metió en el agua y de
inmediato fue rodeada por el coro de las olas, que cada vez se fueron
encrespando más. Ella siguió avanzando, sin nadar, dejándose llevar, empujar,
acosar violentamente por aquel mar que (lo pensé entonces) era un viejo celoso,
desbordante de ira y de lujuria. Un viejo que no la iba a perdonar y a mí me
salpicaba como escupiéndome. Y así hasta que la perdí de vista, porque las
olas, una vez que golpeaban en las rocas, regresaban con ímpetu y la llevaban
cada vez más lejos, más lejos, hasta que por fin tomé conciencia de mi abandono
y empecé a llorar, no como un muchacho de quince años sino como un niño de
catorce, sobre los despojos de mi brevísima, casi instantánea felicidad. Jamás
apareció su cuerpo en las costas de Mallorca, nunca supe quién era. Durante
unos meses quise convencerme de que tal vez fuese una sirena, pero luego
descartaba esa posibilidad, ya que las sirenas no usan relojes con números
romanos. Bueno, creo que no usan relojes en general. Aun hoy, cuando voy de
vacaciones a Mallorca, bajo siempre hasta la cala y me quedo allí, desnudo y a
la espera, dispuesto a darle cuerda nuevamente al reloj no bien ella surja
desde el mar, huyéndole a las olas iracundas de aquel viejo rijoso. Pero ya
ves, en mi reloj de números romanos las agujas siguen marcando las once y
cuarto, igual que hace diez años.
Mario
Benedetti, “Un reloj con números romanos”, en Cuentos completos (1947-1994), prólogo
de José Emilio Pacheco, México, Alfaguara, 2001, pp. 517-518.