José Ángel Leyva
En su relato “Noche mexicana”, Julio Torri hace gala de
virtuosismo narrativo en menos de veinte líneas y nos pega en el corazón con
una sentencia: “Los mexicanos no sabemos vivir; los mexicanos sólo sabemos
morir.” Una recreación histórica, quizás, de la Decena Trágica. El hecho es que
Torri escribió una joya narrativa de grandes dimensiones estéticas en menos de
una cuartilla. El minicuento, microrrelato o minificción está contenido en la
antología Dos veces breve, de la Biblioteca Libanense de Cultura,
patrocinada por la Alcaldía de El Líbano, Tolima. Además de sus contenidos,
llama la atención que sea un libro binacional: México-Colombia. El propósito
literario está claro, pero no deja de ser curioso el ensamble de dos
tradiciones narrativas. A su vez, Felipe Orozco, uno de los dos antólogos, la
otra es Bibiana Bernal, publicó casi de manera simultánea su propio libro de
minificción: Seré breve, en Cuadernos Negros. Ambos títulos fueron
presentados en la Feria del Libro de Bogotá (Filbo). El cuento de Torri casa
muy bien con el humor de Orozco y de paso nos impulsa a la confesión de Arturo
Cova, el personaje de La vorágine, de José Eustasio Rivera: “Jugué mi
corazón al azar y lo ganó la violencia.” Dos formas de reconocer el juego de la
muerte, dos ojos de la misma mirada.
Luego del discurso mesurado de las autoridades de la Alcaldía de El Líbano
para presentar sus libros de la colección Doble fondo —coordinada por Juan
Manuel Roca y Carlos Flaminio Rivera—, que aloja también a un poeta local y a
un poeta no colombiano, Felipe Orozco dio algunas pinceladas sobre Dos veces
breve y la pertinencia de una antología binacional de la minificción.
Nunca mejor dicho que viene a cuento este asunto porque asistimos a una
reanimación del género en los países de habla hispana. Ya no se advierte la
dramática situación que describía Edmundo Valadés en 1990: “Desestimado en
mucho como creación menor la del miniaturista, el cuento breve o brevísimo no
ha merecido ni recuento, ni historia, ni teoría, ni nombre específico
universal.” No es fácil ni común esta labor de filigrana y relojería, precisión
y belleza, como lo demuestran los textos antologados de Torri, Monterroso,
Arreola, Valadés, Elizondo, Renán, Samperio, Guedea, por citar a algunos
mexicanos, o de Luis Vidales, Umberto Senegal, John Jairo Junieles, o Jaime
Echeverri, por el lado sudamericano. Pero sin duda el mejor de todos los
colombianos es el propio antólogo que no aparece en su compilación, pero nos
obsequia piezas magistrales en su libro Seré breve. Comparto una muestra
que no es con certeza la más estrujante, pero sí una de las más eficaces en su
economía: “Heredé un pájaro. Su canto alegra mis mañanas. Veo su imagen partida
por los barr otes de la prisión, donde no pueden desplegarse sus alas.
Conmovido, quise liberarlo, pero si meto mi mano para hacerlo, se revuelve
desconfiado y la emprende a picotazos. Opté por dejar su puerta abierta, pero
ha sido inútil. Teme que la libertad sea otro ardid. Una trampa más.”
(“Pájaro”.)
Editoriales de las llamadas independientes, como Ficticia, han abonado con
perseverancia el terreno, y en México universidades como la Autónoma
Metropolitana y la Veracruzana han puesto especial atención en la investigación
del tema, mientras que la Nacional Autónoma de México ha mantenido ya durante
años el programa radiofónico El peso exacto de un colibrí para emitir
los mejores microrrelatos y conocer de primera mano las antologías hechas por
Lauro Zavala y Javier Perucho, entre otros. La Jornada Semanal publica
ya desde hace años una sección con diferentes nombres alimentada por Felipe
Garrido, Rogelio Guedea y otros autores. De la mano me vienen los libros de
otros amigos narradores y amantes de la micronarración, como Ana Clavel con su Corazonadas,
Juan Manuel Valero con La rata de la Merced y otras pequeñas atrocidades,
Luis Bernardo Pérez, del lado mexicano, y Evelio Rosero, ahora Premio Nacional
de Novela en su Colombia natal, por La carroza de Bolívar, quien ha
dedicado tiempo a la creación de miniaturas.
No obstante las antologías y los estudios dedicados a la minificción, la
mayoría de los expertos coinciden en la dificultad para establecer una
preceptiva que defina límites y reglas del género. En su Breve manual
(ampliado) para reconocer minicuentos (Editorial Equinoccio/Universidad
Simón Bolívar, Venezuela), Julieta Rojo [sic] intenta fundamentar lo que ella
considera son las características fundamentales del minicuento, mientras que su
prologuista, Luis Barrera Linares, anticipa y asienta su escepticismo al
respecto y lo llama des-generado, aun cuando reconoce mínimos requerimientos
para considerar literario a un texto que va más allá de lo ingenioso y de la
sospecha de tratarse de un chiste, un juego de palabras, un poema, una
ocurrencia. “La minificción —dice Barrera— en todas sus variantes ha logrado
incluso apoltronarse cómodamente en el universo de la red de redes. Porque,
para añadir más leña al fuego de la sabrosa confusión conceptual que lo rodea,
también un minicuento es un hipertexto: sus palabras abren muchos caminos
posibles hacia otros territorios de la literatura.”
Sin duda tenemos presente la lectura de Seis propuestas para el próximo
milenio, de Italo Calvino, pues la microficción, minicuento, microrrelato,
cuento breve o como prefiera llamársele responde a cabalidad a los valores o
cualidades supuestas: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad.
El libro de Violeta Rojo nos recibe con un epígrafe que devela el
deslumbramiento y el enigma de manera simultánea: “Lamento escribirte una carta
tan larga, pero no tengo tiempo de hacerla más corta.” Carlos Marx a Federico
Engels. La ironía, el humor, la inteligencia, el toque mágico hacen de este
género el enigma del pájaro que Felipe Orozco coloca en el umbral de la
libertad y la desconfianza, del papel y la virtualidad.
José Ángel Leyva, “Breve, por favor. La minificción”, en La Jornada Semanal, suplemento cultural
de La Jornada, 27 de julio, 2014, Núm.
1012, p. 11.