RENÁN 21
Raúl Renán
Su retrato entonces era el de un joven rebelde argelino: cejas y bigote
negros tupidos, pelo encrespado; fumador sin calma. Con un cigarro entre los
dedos o en los labios: Elegantes o Gauloises. Matizaba su amistad conversando
sobre su vida literaria inicial y sobre su reciente estancia en Roma. También
adelantando con fervor las historias de sus famosos cuentos que llenan el tomo
de Los funerales de la mamá grande,
que pronto sería editado por la Universidad Veracruzana.
Mi primer trato con Gabriel García Márquez fue entre gente de nombres que
después serían famosos. Él seguía los pasos de su amigo Álvaro Mutis, a la
sazón empleado de Tele Revista, el
famoso noticiero de Manuel Barbachano Ponce, sede de los cine intelectuales de
los 60. Yo acudía a esa sede llamado por mi amistad con Fernando Espejo, joven
iniciado en los trabajos del celuloide, en los que Carlos Velo y Walter Reuter
eran notables. García Márquez era también de cine, egresado de la escuela
italiana. Aún no empezaban a llenársele los dientes del hollín del tabaco que
consumía en cantidades chimeneicas y aún su nombre no tenía la universalidad de
ahora. Todos éramos pobres. Todos íbamos tras una investigación en la mismísima
cueva de la Policía Judicial, cuyo jefe —lo supe después, sería eliminado como
indeseable de esa corporación— me envió a los archivos que un canchanchán de
ceño y pistola abrió para que esculcara a “mis anchas”. “Aquí están los
expedientes de ladrones de automóviles”, dijo, mostrándome los archiveros que
contenían infinitos legajos sobre ese tipo de maleantes y desapareciendo a su
vez en ese laberinto fantástico. Debo confesar que no hojeé ni uno solo de esos
cuadernillos, de modo que no supe si eran testimonios policiacos de esos
personajes de la vida ilícita o si solo eran documentos de archivo loco,
algunos en blanco, otros probablemente escritos al revés. Gabo estaría
escribiendo pequeños, pequeñísimos guiones de Cine-verdad, recursos de
sobrevivencia. Yo encontré digno refugio con don Felipe Teixidor en la
ayudantía editorial del Boletín
Bibliográfico Mexicano de la antigua Porrúa, en Argentina y Justo Sierra.
Tuvimos amigos coincidentes entre poetas, escritores diversos, críticos de cine
y publicistas. Ya mencionamos a Mutis y Espejo, otros fueron Jomi García Ascot,
Francisco Cervantes, Emilio García Riera, Enrique Gibert, con quienes nos
reuníamos un día de cada semana a compartir suculencias. Se hablaba de todo
como es usual, de muchos libros como era obligado y de Fernando Pessoa, tema que
provocaba inevitablemente Francisco Cervantes. Éste, no obstante sus jóvenes
años, ya era autoridad del gran poeta lusitano, pues ya había hecho la
traducción en español de la Oda marítima.
Ocurrió lo probable por las circunstancias que Gabo y yo incurriéramos y
coincidiéramos en publicidad. En esa ocupación nos vimos vecinos de cubículo en
una agencia de anuncios, disparando slogans y vertiendo textos que nada tenían
que ver con el arte literario. Gabriel no cejaba en su sino de novelista. Por
las noches tecleaba y tecleaba hasta el agotamiento.
En el otro orden, cuando García Márquez descubría una marca publicitaria
para las llantas Goodrich Euskadi, recorría los pasillos de la empresa ondeando
esas palabras que serían útiles para la fuerza de difusión comercial de dichos
productos. Así como en unos cuantos minutos doscientas personas (los empleados
de la agencia) se enteraban de la nueva frase de venta de las mencionadas
llantas, en unas cuantas semanas, todo el país o la mayor parte de él, tendría
que saberlo de acuerdo con la estrategia publicitaria de difusión nacional.
Otro detalle, mínimo pero significativo porque demuestra la mente literaria de
Gabo, es lo ocurrido en el informe de finanzas de fin de año de la empresa. Las
cifras fueron benéficas, aunque se dijo que los empleados consumían excesivo
café, ese año se habían dispendiado 25 mil pesos. No obstante se hicieron
regalos y rifas, una de las cuales fue un pasaje doble en avión al puerto de
Acapulco. Cuando se anunció al ganador se dijo el nombre de un compañero
nuestro, también redactor, que durante la ceremonia estuvo reunido con Gabo y
conmigo. Dicho compañero, al oír su nombre, se desprendió inmediatamente del
conjunto, dejando el vacío con cierto halo esencial. Gabo comentó: “Es como la
muerte.” El azar nos había arrebatado, impiadoso, a un compañero. Gabriel nunca
estaba solo, tampoco le gustaba estar enclaustrado en un cubículo. Estoy seguro
que aquellos textos comerciales los elaboraba mentalmente y en el momento menos
esperado los vertía al papel. El director, un publicista que había renunciado
al alcohol, celebraba sonriente las manifestaciones textuales del Gabo. Las
repetía levantando el brazo derecho como un triunfo que a él le parecía
glorioso. Para Gabo, esos aciertos eran apenas juegos de ocio. Su mente estaba,
más que nada, humedecida por la marea poderosa de sus Cien años de soledad.
Una temporada vivió en la colonia San José Insurgentes, en una calle
cercana al Teatro Insurgentes. La pobreza no le daba sillas a los visitantes;
apenas unos magros alimentos. Un poco de café caliente a nadie se le niega,
cuando hay. Sentados en la alfombra con la espalda apoyada en la pared,
hablábamos de cuanta cosa se nos cruzaba y que casualmente pertenecía a Cien años… Llegamos un día Cervantes y
yo a visitarlo. Con risas y dichos departimos con Gabo y la encantadora
Mercedes, y cuando hubo concluido la visita, entrada la noche, nos despedimos
al punto en que con notable preocupación mía exclamé ¡mi Pessoa! La costumbre
idiomática en boga que añadía a los sustantivos la terminación oa: el
camionoa, la comidoa, la peliculoa, llevó a Gabriel a pensar en honor a
nuestra pobreza que nos referíamos a una moneda de a peso para nuestro
transporte, e hizo ademán de buscarla inútilmente en sus bolsillos, que
interrumpió cuando reímos los tres aclarando la referencia al poeta de
Portugal: Pessoa, cuyo libro, Tabaquería,
llevé conmigo a casa de Gabriel.
Por mucho que contendiéramos entre publicistas de tiempo completo, en
ningún momento dejaba de verlo como un escritor. Ya había leído La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, y como todo escritor que he
conocido y de quien he estado cerca, sus temas eran leídos, escritos o en
proceso de escritura.
En García Márquez el cine era también asunto de importancia. Escribía en
esa época a doble pluma con Carlos Fuentes el guión de Tiempo de morir, cuya trama me narraba con la vivacidad que le
daría Jorge Martínez de Hoyos en el filme realizado. Digamos que veía a Gabriel
García Márquez desde el margen de mi timidez. No sabía hasta dónde llegaría la
carga imaginativa del escritor. Un día me dejó pasmado al sentarse en la única
silla para visitantes que tuve en mi despacho y espetarme sin preámbulos la
historia de un ángel viejo que es descubierto, caído en el traspatio de una
casa, por sus habitantes; una pareja que rebasaba la madurez y que se
enfrentaba inopinadamente a una situación inaudita. Mi mente se llenó de
imágenes vueltas una realidad febril. Yo vivía una identidad de fantasía con el
mundo de Gabo. Numerosos términos del habla colombiana son iguales a los
nuestros de Yucatán (medias son los calcetines, nevera el refrigerador,
almuerzo la comida, cordones las agujetas), y el ambiente del país se me hacía
familiar, aunque el trópico colombiano estuviera dotado de tambores negros y el
nuestro hubiera adoptado, como corresponde a todo maya de alcurnia, la candidez
romántica del bambuco. Tal vez por eso.
Desde el cuarto piso de Melchor Ocampo 135 (dirección de la agencia de
publicidad denominada Walter Thompson de México) Gabriel García Márquez asomado
a una ventana veía Roma. Entonces no existía el Circuito Interior, se apreciaba
una plaza bordeada por el Paseo de la Reforma con sus balaustradas en ambas
márgenes y los árboles de la entrada del Bosque de Chapultepec. Visión romana
compuesta en la visión de Gabo.
Cuatro cuadras arriba del sitio de trabajo, en el restaurante de unos
catalanes, disfrutábamos sabrosos platillos que alimentaban su nostalgia
europea. “No sé por qué esta tarde me recuerda París.”
Su alma colombiana la alimentaba en casa con los niños Gonzalo y Rodrigo, y
fuera de casa con su entrañable Álvaro Mutis.
Ése era el rumbo en que se extendía la colonia Anzures, muy cercana a la
aún joven Zona Rosa. Su trabajo, sus puntos de reunión con algunos amigos y su
tan celebrada por él y por mí, casa habitación en la calle Renán, en el número
21. Mi domicilio estaba cercano al de los García Márquez. Vivíamos en
departamentos mediocres de mediana renta. Renán 21 tenía, si acaso, el
prestigio del rumbo frecuentado por personajes procedentes de países
latinoamericanos, y el de tener la cercanía del fachoso Hotel del Bosque. En su
opuesto, cruzando la avenida, que por cierto estaba en alto, se levantaba el
pobre Hotel Rey, sin más estrella que la de tener un restaurante de segunda
especializado en cocina cubana de primera.
Gabo me decía que la poesía no era su género literario favorito, sin
embargo sus libros campeaban en ese lenguaje. Quería darme a entender que su
género natural era la narrativa. Gozaba profundamente al referir historias: las
reales y las inventadas por él. Gabo se hizo de numerosos amigos y muy pronto
dejó ese trabajo del que conservó buenos recuerdos por su fugaz estancia.
Toda referencia a mí, Gabo y Mercedes la hacían llamándome Renán 21, y
todos sus libros tienen la dedicatoria con esas señas. Tal vez el más curioso y
lleno de amistad sea el que dice: “Al Gran Renán XXI, con la admiración y amistad
de un yucateco nacido a 3,000 kilómetros de Mérida: Gabo. México, D.F., abril
30/62.”
* Tomado del libro Gabriel García
Márquez: Celebración. 25o. aniversario de Cien años de soledad. Compilación
de José Francisco Conde Ortega, Óscar Mata y Arturo Trejo Villafuerte. UAM
Azcapotzalco, México, 1992.
[Publicado en Laberinto,
suplemento cultural de Milenio, núm.
566, 19 abril, 2014, pp. 8-9.]