En la entrega anterior prometí una estampa sobre Las Pozas, ese asiento silvestre de la escultura surrealista. Ahora la presento con estas joyas publicitarias que me encontré mientras caminaba por sus calles. Un rótulo estampado sobre una pared lateral anunciaba el nombre del negocio y su giro mercantil: “Chatel”, telefonía e internet. Otro predicaba “El Corte Maestro”, una peluquería atendida por un anciano que se esmeraba con las tijeras sobre la nuca pilosa de un parroquiano. Vista desde la calle, el mueble más preciado de la peluquería es el viejo sillón con su afilador, necesario pedal y asiento mullido en rojo, que en otros tiempos distinguía a esos espacios ahora perdidos de la masculinidad.
Ahora bien, Las Pozas se encuentra a unos cuantos kilómetros del pueblo, uno puede llegar hasta ahí por una brecha de terracería andando, en taxi o el automóvil cotidiano, pues las lajas de río que la asfaltan se dejan transitar sin objeción alguna. Caminamos ese trayecto pedregoso durante el ocaso Michael Pfister, Rocío, nuestra guía local, y yo. Como citadino irredento, la flora, la fauna y la pedrería me son absolutamente desconocidas, por lo que me traje un guijarro, una lasca verdosa en forma de trapecio perfecto, a pesar de su origen silvestre. Ahora me acompaña en mi cubículo, resguardando la puerta como su tope, que así le llaman por acá a la barrera para atrancar la puerta que se abre sin solicitárselo.
Las Pozas es una construcción mitad naturaleza y mitad artificio. Su benefactor fue Edward James, poeta, constructor y mecenas del arte europeo y mexicano. En medio de la selva huasteca, en un ángulo de la cadena montañosa, levantó habitaciones, esculturas, escaleras sin destino, puertas sin trasfondo, un baño en medio del río, flores de piedra, un arco de ìntegra circunferencia que da la bienvenida al visitante. Y muchos caminos escalonados adoquinados con las lajas que abundan en el sitio —el baterista de Mitote Jazz auscultó muchas piedras de río para inventar un “litógrafo”, así lo llamó, de muy hermoso timbre, estrenado en la tocada de clausura, que aún resuena en mi memoria auditiva—. Convertido en parque público, se puede visitar en un par de horas, o transitar en una cansada jornada completa si se pretende conocer al detalle las varias hectáreas que lo conforman, donde James sembró multitud de esculturas escherianas en mancuerna con su amasio, según cuenta la leyenda, y que los libros sobre el mecenas han consagrado. Como está enclavado en el vértice de dos montañas, el camino es silvestre, irregular, en ocasiones las plantitas lo invaden; en otras, un árbol derruido o un cataclismo han hecho de las suyas con el monte o las edificaciones.
Por su altitud y clima subtropical, el agua abunda, aunque el frío y la neblina pueden sorprender al paseante desaprensivo. En algún momento de su historia las orquídeas abundaron, así como los caracoles que encierra el nombre emblemático del poblado (Xilitla), y la fauna endémica de la región tiende a desaparecer acaso por los rigores del hambre, los procesos invasivos de la ganadería y la presencia cada vez mayor del turismo bárbaro. No resulta extraño ni sorprendente encontrar en una senda colillas, bolsas, empaques y botellas de plástico, como si nadie nos hubiera educado para conservar limpio esos bienes naturales.
Aunque se encuentra en medio de la serranía, Las Pozas dispone de las comodidades de la vida mundana: un cajero bancario, conexiones a internet y celular, televisión por cable. Así que nadie se aburrirá ni se sentirá desamparado en medio de tanto florilegio natural. Y como la seguridad es el síndrome nacional, Xilitla, siendo el epicentro cultural, administrativo y político de la región, no ha sido avasallado todavía por el terror. En el resto de la Huasteca potosina, escuché decir a más de un nativo, la violencia ha desbordado las comunidades. En este momento, Xilitla vive la paz de los hombres justos. Nunca presencié nada extraordinario, agresivo o disruptivo de la vida cotidiana mientras transité por sus calles en las diferentes horas del mesurado día o de la alta noche. Por contraste, mi ciudad de origen lleva tatuada en sus calles la violencia gratuita.
Las maldiciones del cambio climático, más la erosión y la ganadería atenazan ese locus amoenus del arte, antes que desaparezca o quede en ruina precolombina, procura visitar Las Pozas en Xilitla, donde también podrás chapotear entre sus azuladas aguas de río.
Fotografía: Jorge Vértiz, 2007, Fondo Xilitla. Reproducción no venal.