Aldo Flores Escobar
Siete amores
Epicuro, el gobernador de Amotla, lloraba
dentro del Bar Andanza; sufría una decepción amorosa, su esposa Circe lo había
traicionado. Las bailarinas que se desnudaban frente a él no le provocaban
atracción alguna. M, su amigo del alma, trataba de consolarlo:
—No descartes la posibilidad de amar a otra.
—Nadie como ella —insistía el hombre decaído
que abandonó con parsimonia el lugar.
Al final de un callejón, Epicuro se encontró
con una mujer de siete cabezas, se enamoró de ella, el ánimo le vino al cuerpo
y no sabía a cuál de las bocas besar primero.
El llanto de una ciudad
Un zumbido de llantos azotó a la Ciudad de
Amotla. Al amanecer de un domingo primero de diciembre todas las mujeres
despertaron sin cabello; se avergonzaron las unas frente a las otras:
profesionistas, religiosas, amas de casa aunque no hubiesen cometido adulterio
e incluso todas las vírgenes se volvieron un ser extraño ante la sociedad.
Algunas pensaban que fue a causa de la muerte de Circe, que ocurrió ese mismo
día y maldijo a sus habitantes llegada su hora final.
Las mujeres de la ciudad de Amotla no sólo
sufrieron de una alopecia inexplicable, sino que además el olor que se
desprendía de sus cabezas era repugnante. En cambio, algunos hombres, allegados
al gobernador, por primera vez se sintieron más hermosos que ellas. Dejaron de
desearlas y comenzaron a enamorarse unos de otros.
Del escritor sin la musa
En Amotla un escritor sin una musa es un
desierto, es un literato vacío, sin pensamientos y sin rostro, no tiene identidad.
Un escritor sin una musa se aleja aunque se encuentre en el mismo sitio, se
engulle hasta convertirse en nada.
Extractos de El coleccionista de epitafios, novela inédita elaborada a partir de
murales de microficción.
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