viernes, 24 de agosto de 2007

Ensayística

La tribu de los nuevos fabuladores

Inicio con una paráfrasis del epígrafe que abre El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana): “Uno quisiera saber qué piensan, cómo son las generaciones que dentro del túnel no ven sino más túnel, las marcadas por la depresión y las catástrofes de los ochenta: ¿cuál será —empiezan a ser— su pensamiento estético, su arte y su literatura, sus valores y sus regocijos, sus rencores y sus respuestas a un país ni tan oscuro ni tan iluminado?”, el cual se debe a la pluma de José Joaquín Blanco, que hace suyo Mauricio Carrera al interrogar a sus pares, cuestionar a los miembros de su generación, ortegeanamente definida —la que va de 1955 a 1969—, y entrevistar a sus afinidades electivas. Una conversación con los protagonistas de un tiempo incierto, sujetos además a un mercado caníbal, en un momento en el que todavía se glorifica la victoria cultural del neoliberalismo.
El resultado de ese escrutinio está en El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos (México, Lectorum, 2001), obra que expande sus registros —ya que el cuento, el periodismo cultural, la novela y ahora el ensayo forman parte de sus plenos dominios—, en la que la muy diversa y compleja tribu de los nuevos fabuladores (en orden de aparición: Enrique Serna, Rosa Beltrán, David Toscana, Ricardo Chávez Castañeda, Mónica Lavín, Guillermo Fadanelli, Ignacio Padilla, Cristina Rivera-Garza, Fernando Rivera Flores, Mario González Suárez, Ana García Bergua, Mario Bellatin y Jorge Volpi), dan cuenta de sus fobias, adscripciones literarias, militancia artística, métodos y procesos de trabajo, infancia o juventud, pininos y maduración de las respectivas propuestas narrativas.
En ese ceñido inventario, aunque las elecciones siempre implican una exclusión, extraño —dicho sea sin objeción a su catálogo, ni a los criterios de selección— a ciertos narradores que desde el Norte han dado una manita de gato, por no decir zarpazo de león, al estatus dominante de las narrativas metropolitanas y al canon central que dirime los gustos, criterios y promociones. Pienso en escritores igualmente innovadores como Luis Humberto Crosthwaite, Élmer Mendoza, Gabriel Trujillo o Rosina Conde, que cumplen cabalmente los requisitos de la suscripción a este diálogo generacional.
¿Qué nexos une a esta agrupación tan dispar, aparte del muy circunstancial acontecimiento de haber nacido en la misma región geográfica y casi en el mismo lapso temporal? Aventuro una conjetura: renovar la tradición a la que están suscritos; la profesionalización del gremio y los rasgos semejantes de la sensibilidad artística, son otros de las condiciones que los acercan.
¿Qué los distancia? La falta de una denominación propia que los identifique, les otorgue cohesión y coherencia en su militancia; en suma, el espíritu grupal si exigimos o queremos ver en ellos a una generación.
En el relevo generacional ellos están llamados —y obligados— a ocupar una posición en el frente de las letras, aunque ya lo hacen sin aspavientos. Puesto que son ya lectura obligada, se encuentran en los más variados repertorios editoriales, hoy conforman una ineludible presencia en la plaza pública. Sin su voz y sin su voto la república de las letras se convertiría en mera simulación priísta. La república literaria y la tribuna están atentas a sus innovaciones, como a su exploración del pasado, a la reinvención del presente y a los designios de nuestro porvenir.
El recuento de sus aportaciones a la literatura mexicana que se fraguó entre las dos últimas décadas del siglo pasado y la que inicia, se hará sin apresuramientos en el transcurso de la presente década. El paso del tiempo cernirá las innovaciones. La lectura sosegada valorará sus propósitos y el ánimo que llevó a esta generación disgregada a impulsar la renovación de la tradición.
Ciertamente, son una agrupación que aún no ha llegado a las aulas, pues la currícula universitaria todavía no la incluye en sus cursos y, parcialmente, la crítica universitaria se ha negado a convertirla en su objeto de estudio. Por contraste, la recepción crítica que ha merecido, se ha hecho en las revistas literarias, en los suplementos culturales, y, en última instancia, en los congresos sobre literatura mexicana contemporánea que se han realizado en Europa y Estados Unidos. La prueba de este aserto son las fuentes documentales en que están amparados los asedios críticos de Mauricio Carrera y Betina Keizman quienes, a la manera del taller de la escritura de Julio Ortega, proponen conversaciones, encuentros y entrevistas literarias. Pertrechados con la información disponible, exploran, descubren, abren brecha, trazan paralelismos, indagan en las influencias y la vida cotidiana de los protagonistas de la literatura mexicana en el umbral del milenio. Asimismo animados por el afán de “contribuir a un mejor conocimiento de la nueva narrativa mexicana”. Un propósito que no carece de valentía, espíritu crítico y valor documental.
A Carrera y Keizman debemos agradecerles la voluntad de saber que animó la propuesta y ejecución tanto de El minotauro y la sirena como de su hermano gemelo, El centauro en el túnel. Su lectura significó para mí la incursión a una nueva geografía, a conocer el norte y el sur de la novísima narrativa mexicana.
Mauricio Carrera y Betina Keizman
El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos,
México, Lectorum-cnca-Fonca, 2001, 262 pp.
Mauricio Carrera
El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana),
México, Tunastral-cnca-Fonca, 2001, 146 p. Colección Criterio 3.

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