No puedo verificar la fecha exacta de publicación de Rayuela —presuntamente salió a la luz el 28 de junio de 1963—, pero sí puedo
testificar mi primer encuentro con la magna novela del Cronopio.
Alfredo Serna, psicólogo de la secundaria donde intentaba
terminar el último de sus grados, me obsequió aquel ejemplar empastado, color
vino, perteneciente a la colección Grandes Clásicos del Siglo XX, para ver si
así —creía él entonces— me aplacaba el demonio
que revolucionaba en mis adentros y que afuera mandataba tropelías sin fin,
aliado con la banda de cuatreros que me acompañaba a todas partes.
En una de tantas vicisitudes de mi vida, ese ejemplar dedicado
por él se me perdió, me lo robaron o lo regalé; para el caso, ya no me acuerdo
qué destino tuvo. Previamente lo hube leído como obliga el canon de los ortodoxos
pasivos, es decir, de inicio a su fin; tiempo después emprendí su lectura a la
manera heterodoxa en que sugería el tablero de navegaciones empotrado en el
capítulo de arranque de la novela.
El demonio que acampaba en mi interior, enloqueció con esa forma
yuxtapuesta de los párrafos, el glíglico, la epifanía del jazz, el azar y la
forma revelada de ese amor loco entre Lucía la Maga y Horacio Oliveira. Con dieciséis
años, los aburridos cursos de secundariano y esas lecturas de iniciación, tuvo
como resultado la pacificación de mis fuegos internos.
Dejé de ver a Alfredo luego de haber ingresado al
bachillerato, aunque lo buscaba en la secundaria donde trabajaba, ahí él seguía
sonsacando a los estudiantes con sus libros, discos de reggae, olores y
sinsabores de la mota y preclaros análisis de su conducta. Seguramente le
debemos que esa banda de pillos no nos hubiéramos convertido en asaltabancos, robacoches,
adictos o ninis, aunque algunos
habiten permanentemente a la sombra, la tumba, el desempleo o la familia, que
para algunos será la misma condena a la sombra. A mí me canalizó hacia otro
mundo, el de la cultura, aunque tenebroso y lumínico también. De cierta manera,
aquí quiero rendir un homenaje a la obra redentora de Alfredo, a quien le debo
mi encuentro definitivo con los libros, la música de Billy Holliday, el reggae,
el descubrimiento del cine y la experiencia del viaje. Por él leí Rayuela, que fue la tabla que me mantuvo
a flote en mi deriva por ese mar de hartas miserias en que transcurrió mi
adolescencia.
Al cursar la licenciatura, de nueva cuenta apareció Rayuela en mi camino de salvación. Fue una
de nuestras lecturas placenteras entre la panda de tertulianos que frecuentaba (Homero
Quezada, Luis Tovar, Marlon Berlanga, Jesús Torres, Francisco Zapata, Salomón
Cuenca Sánchez, Agustín Pacheco), además de epicentro de enésimas
conversaciones entre mis compañeros de aula, cantina y autobús, aunque saludablemente
no apareció en el programa de estudios de la carrera, ni fui obligado a su
consumo por mis dignos maestros. Así profesamos amor arrebatado también por la
Maga, predicamos en las imaginarias calles parisinas y conjugamos en glíglico el
oficio cortazariano, que haríamos nuestro al transcurrir del tiempo.
Salve, oh Rayuela,
querida.
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