Lo que nunca se había logrado en México lo conquistó la epidemia: los estadios sin muchedumbres, las iglesias vacías, los tacos de la esquina sin comensales. Cantinas sin parroquianos. El día de la Santa Cruz sin su festejo.
Suspendidas las celebraciones, el fin del júbilo llegó sin aspavientos. Las rutinas quebradas: los mexicanos al fin en casa. Elogio del tedio, palinodia del entretenimiento.
Genéticamente proclives a la celebración estruendosa, los mexicanos al llegar la influenza se recogieron en sus casas, en un extraño duelo mitad resignación, mitad culpa. Aquí fue el epicentro. El temor a la enfermedad nada más se percibe en el esparadrapo azul que cubre sus bocas. Y el harapo sanitario lo usan nada más en ciertas zonas de la ciudad, no es generalizado ni obligado. ¿A quiénes le importa?
Ayer en el mercado sobre ruedas, la romería popular de los domingos en la que se abastece de frutas, verduras y carnes la gente humilde, no vi a nadie que lo portara, mientras compraba brócoli, lechugas y nopales. Ni marchantes ni clientes. Madres o lactantes. Naturalmente todos están a la expectativa de cuándo el gobierno levantará la veda, pues las rutinas sociales son las que estructuran sus vidas.
¿El miércoles 6 de mayo, o un día antes del 10 de mayo, celebración nacional de las madres mexicanas? Ciertamente, nunca hasta ahora dejada de concelebrar.
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