martes, 15 de enero de 2019

DAVID CHÁVEZ, TRES SIRENAS


Síndrome del miembro fantasma


Para qué decir que jugaba distraída con los kare-kanes, que por eso no se dio cuenta hasta cuando estuvo dentro de la red, cuando el lodo del suelo marino era una nube espesa, cuando delfines y tiburones y demás fauna marina chillaba con angustia, cuando la red les fue comprimiendo y apretando los unas a los otras, cuando escuchó que no querían morir, nadie, ninguno, ninguna, y ni hablar de la angustia, la presión, la aleta picándole las costillas, los dientes y los tentáculos y sus ventosas en la espalda, entre los senos, el cordel de cáñamo con que hicieron la red que le arrancó veintisiete escamas del lado izquierdo del muslo cuando supo que había sido atrapada; tampoco hay que decir mucho acerca de todas las ideas, los escenarios y sentimientos que le cruzaron por la cabeza, por el corazón, ni la huido del resto de los animales marinos que atestiguaron el arrastre. Es mejor si, para mayores pistas, mencionamos que cuando la tormenta le provoca un ligero prurito en el muñón que complementa una prótesis de aluminio en forma de aleta caudal, la sirena espera paciente hasta que el barco naufraga: si es un buque pesquero, su tripulación morirá sin remedio. Esa angustia de los marineros, sus lágrimas confundidas con el agua del océano, son la medicina ideal para aliviar la saudade que le provoca a la sirena el síndrome del miembro fantasma. Si la nave es de veraneo, o un crucero, o de competencia, la criatura les deja morir inmisericorde mientras suspira, anhelante, y piensa en que ahora debe ser más precavida.
  

Querida parentela

Allá a lo lejos se veía venir la nave de Odiseo. Se escuchaban los gritos, las órdenes: “la cera, carajo; la cera”, y un bullir en cubierta. Parténope, Leucosia y Ligia pudieron haber comenzado a cantar en ese momento, pero decidieron esperar un poco: “déjales, que se acerquen más; que nos vean, que nos aprecien, que nos deseen… que nos admiren”, dijo animosa Parténope. Sus hermanas se aclaraban la garganta, se peinaban, se arreglaban la cola de pez, el maquillaje. Y cuando lo consideraron prudente, comenzaron a tocar la lira una, la flauta la otra. Y entonces sucedió. El Canto, nada tonto, prefirió largarse del lugar para evitar, precisamente, ser imputado como el culpable de tragedias posteriores, naufragios, guerras y vaya a saber uno cuántas desventuras y calamidades puedan ocurrir a partir de amores no correspondidos, odios bien merecidos y para qué meterse en camisas de once o más varas. “¿Qué necesidad?”, se dijo. Y conforme lo pensó lo fue haciendo. Por eso, con su voz resquebrajada, un poco triste, Parténope respondió “es que no sé lo que me pasa” cuando sus hermanas le cuestionaron por qué no comenzaba de una repinche vez a cantar, cabrona, se nos van a ir, y para entonces el Canto ya iba muy lejos, más allá de la Isla de los Lestrigones, tomando rumbo a la isla del dios Eolo quien, estaba seguro, era primo carnal en segundo grado de su abuelo Abante, rey de Abanta, hijo a su vez de Poseidón y de Aretusa, la nereida. Ahí, confiaba, podría estar seguro en tanto la furia de las sirenas se aplacaba.

Tórridas lluvias en altamar

Circe, que todo lo ve, que todo lo puede, que todo lo sabe, hija de Helios el Sol y de Perseis o Creta, una de las oceánides, estaba al tanto de la búsqueda que Telxiepia, sirena de canto y voz líquidos y premonitorios, hacía de Ligeia, también sirena (por cierto, parecida en grado superlativo en belleza a Agláope, hermana de Telxiepia). Circe conocía de los largos y melancólicos recorridos de Telxiepia por océanos, cuerpos de agua, ríos y lagunas, gastándose la voz, cantando para ella variadas rapsodias en las que daba cuenta de cuánto la extrañaba, de los estragos de su ausencia, de su abandono sin previa explicación. Mientras supervisaba el mantenimiento de su telar Circe, a manera de las Parcas, movía este, ese o aquel hilo del destino de esta, esa o aquella persona; de esta, esa o aquella cosa, y Telxiepia y Ligeia no lograban reunirse, ni siquiera la segunda alcanzaba a escuchar el canto de la primera. A Circe le gustaba aquel sombrío juego. Se regodeaba, en cierto sentido, considerando los esfuerzos que Telxiepia hacía para encontrar a su amada. A Circe también le parecía atractiva Ligeia —mucho más que Agláope— pero por quién más sentía más de un tipo de atracción era Telxiepia con su actitud, su perseverancia, su melodioso canto que, aunque adivinatorio, no lo era tanto como el telar de la diosa. Circe también sabía que Telxiepia tenía prohibido por los dioses cantar para ella misma. Había sido castigada de ese modo por haberse enfrentado junto con sus hermanas a las musas. Telxiepia —y en algún momento Circe— sabía que algún día, de algún modo, se encontraría con Ligeia. Así estaba escrito. Así lo había previsto su canto. Mientras tanto Telxiepia continúa cantando sabiendo que Circe conoce su pesar, que Circe comprende ese destino, que la diosa la prefiere, que es ella quien en realidad evita que se consume ese encuentro y, a la vez, Circe sabe que Telxiepia está al tanto de sus intenciones, que es ella quien evita que ambas se reúnan, que Telxiepia sigue cantando y buscando pese a que solo debe entregarse a Circe para acortar el destino. Ligeia, en tanto, permanece en un constante extravío, ajena a las voluntades, a los oráculos, a cualquier predicción o mandato del destino: deseada, amada, ignorante a las pasiones en torno a ella, convive con peces y mareas al tiempo que va en pos de tormentas marítimas, entreteniéndose con buques y navíos que resisten a los agitados acordes de su arpa convertidos en relámpagos, ventiscas, huracanes, tórridas lluvias en altamar.

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