Síndrome del miembro fantasma
Para
qué decir que jugaba distraída con los kare-kanes, que por eso no se dio cuenta
hasta cuando estuvo dentro de la red, cuando el lodo del suelo marino era una
nube espesa, cuando delfines y tiburones y demás fauna marina chillaba con
angustia, cuando la red les fue comprimiendo y apretando los unas a los otras,
cuando escuchó que no querían morir, nadie, ninguno, ninguna, y ni hablar de la
angustia, la presión, la aleta picándole las costillas, los dientes y los
tentáculos y sus ventosas en la espalda, entre los senos, el cordel de cáñamo
con que hicieron la red que le arrancó veintisiete escamas del lado izquierdo
del muslo cuando supo que había sido atrapada; tampoco hay que decir mucho
acerca de todas las ideas, los escenarios y sentimientos que le cruzaron por la
cabeza, por el corazón, ni la huido del resto de los animales marinos que
atestiguaron el arrastre. Es mejor si, para mayores pistas, mencionamos que
cuando la tormenta le provoca un ligero prurito en el muñón que complementa una
prótesis de aluminio en forma de aleta caudal, la sirena espera paciente hasta
que el barco naufraga: si es un buque pesquero, su tripulación morirá sin
remedio. Esa angustia de los marineros, sus lágrimas confundidas con el agua
del océano, son la medicina ideal para aliviar la saudade que le provoca a la
sirena el síndrome del miembro fantasma. Si la nave es de veraneo, o un
crucero, o de competencia, la criatura les deja morir inmisericorde mientras
suspira, anhelante, y piensa en que ahora debe ser más precavida.
Querida parentela
Allá
a lo lejos se veía venir la nave de Odiseo. Se escuchaban los gritos, las
órdenes: “la cera, carajo; la cera”, y un bullir en cubierta. Parténope,
Leucosia y Ligia pudieron haber comenzado a cantar en ese momento, pero
decidieron esperar un poco: “déjales, que se acerquen más; que nos vean, que
nos aprecien, que nos deseen… que nos admiren”, dijo animosa Parténope. Sus
hermanas se aclaraban la garganta, se peinaban, se arreglaban la cola de pez,
el maquillaje. Y cuando lo consideraron prudente, comenzaron a tocar la lira
una, la flauta la otra. Y entonces sucedió. El Canto, nada tonto, prefirió
largarse del lugar para evitar, precisamente, ser imputado como el culpable de
tragedias posteriores, naufragios, guerras y vaya a saber uno cuántas
desventuras y calamidades puedan ocurrir a partir de amores no correspondidos,
odios bien merecidos y para qué meterse en camisas de once o más varas. “¿Qué
necesidad?”, se dijo. Y conforme lo pensó lo fue haciendo. Por eso, con su voz
resquebrajada, un poco triste, Parténope respondió “es que no sé lo que me
pasa” cuando sus hermanas le cuestionaron por qué no comenzaba de una repinche
vez a cantar, cabrona, se nos van a ir, y para entonces el Canto ya iba muy
lejos, más allá de la Isla de los Lestrigones, tomando rumbo a la isla del dios
Eolo quien, estaba seguro, era primo carnal en segundo grado de su abuelo
Abante, rey de Abanta, hijo a su vez de Poseidón y de Aretusa, la nereida. Ahí,
confiaba, podría estar seguro en tanto la furia de las sirenas se aplacaba.
Tórridas lluvias en altamar
Circe,
que todo lo ve, que todo lo puede, que todo lo sabe, hija de Helios el Sol y de
Perseis o Creta, una de las oceánides, estaba al tanto de la búsqueda que
Telxiepia, sirena de canto y voz líquidos y premonitorios, hacía de Ligeia,
también sirena (por cierto, parecida en grado superlativo en belleza a Agláope,
hermana de Telxiepia). Circe conocía de los largos y melancólicos recorridos de
Telxiepia por océanos, cuerpos de agua, ríos y lagunas, gastándose la voz,
cantando para ella variadas rapsodias en las que daba cuenta de cuánto la
extrañaba, de los estragos de su ausencia, de su abandono sin previa
explicación. Mientras supervisaba el mantenimiento de su telar Circe, a manera
de las Parcas, movía este, ese o aquel hilo del destino de esta, esa o aquella
persona; de esta, esa o aquella cosa, y Telxiepia y Ligeia no lograban
reunirse, ni siquiera la segunda alcanzaba a escuchar el canto de la primera. A
Circe le gustaba aquel sombrío juego. Se regodeaba, en cierto sentido,
considerando los esfuerzos que Telxiepia hacía para encontrar a su amada. A
Circe también le parecía atractiva Ligeia —mucho más que Agláope— pero por
quién más sentía más de un tipo de atracción era Telxiepia con su actitud, su
perseverancia, su melodioso canto que, aunque adivinatorio, no lo era tanto
como el telar de la diosa. Circe también sabía que Telxiepia tenía prohibido
por los dioses cantar para ella misma. Había sido castigada de ese modo por
haberse enfrentado junto con sus hermanas a las musas. Telxiepia —y en algún
momento Circe— sabía que algún día, de algún modo, se encontraría con Ligeia.
Así estaba escrito. Así lo había previsto su canto. Mientras tanto Telxiepia
continúa cantando sabiendo que Circe conoce su pesar, que Circe comprende ese
destino, que la diosa la prefiere, que es ella quien en realidad evita que se
consume ese encuentro y, a la vez, Circe sabe que Telxiepia está al tanto de
sus intenciones, que es ella quien evita que ambas se reúnan, que Telxiepia
sigue cantando y buscando pese a que solo debe entregarse a Circe para acortar
el destino. Ligeia, en tanto, permanece en un constante extravío, ajena a las
voluntades, a los oráculos, a cualquier predicción o mandato del destino:
deseada, amada, ignorante a las pasiones en torno a ella, convive con peces y
mareas al tiempo que va en pos de tormentas marítimas, entreteniéndose con
buques y navíos que resisten a los agitados acordes de su arpa convertidos en
relámpagos, ventiscas, huracanes, tórridas lluvias en altamar.
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