Edmundo Valadés, director, El Cuento.
Revista de Imaginación,
año 1, núm. 1, tomo 1, mayo, 1964.
En el taller de creación literaria que el maestro impartía
cada miércoles por la tarde en las instalaciones del museo Álvar y Carmen
Carrillo Gil, a fines de los años ochenta, nos enseñó la economía del género,
la poética aristotélica que lo rige, su diversa unidad —temporal, espacial y
acteal—, extensión vicaria y, para no desparramarse, un protagonista y un solo
incidente que los gobierna, en cuya atmósfera se desempeña, además de una
estricta observancia de la administración neoliberal en el gasto e inversión de
las palabras durante la factura de cada cuento, breve o tradicional. Sobre
todo, la distinción que individualiza al minicuento, como él gustaba llamarlo
también, que lo separa y diferencia de la fábula —con quien comparte brevedad—,
el chiste —alejado de él por su fugacidad y perennidad—, la adivinanza —por la
tradición oral que la soporta y su afán moralizante—, entre otras expresiones
literarias que se rigen por las arquitecturas de la brevedad. Entre sus
enseñanza más finas y memorables también mostró que la revelación y la
narratividad, aunque ésta no era palabra suya, son los elementos distintivos
connaturales.
Al inicio de cada sesión, sentado ante su escritorio y con
ésa su voz de jefe tribuno, el maestro leía un cuento que ejemplificaba la
lección del día. El silencio se imponía desde que seleccionaba el volumen
distinguido. Nadie se movía, arrobados como estábamos por sus cadencias de
lectura. Aquí es el lugar para anotar que los acervos que componen su
biblioteca se especializaban en el cuento. De sobrevivir, ahí tendríamos el
mejor espacio para estudiar el género en sus más variadas tradiciones.
De seis a ocho de la tarde, su taller se aglomeraba de
noveles escritores, aspirantes a serlo y curiosos. Uno por uno, los miembros
activos leían, en voz alta y para toda la concurrencia, sus respectivos
ejercicios de escritura, después venía la angustia de las observaciones
comunitarias y los juicios, o el espasmo del silencio aprobatorio. En llegando
su turno, don Edmundo comentaba ripios, deshacía cacofonías, marcaba desaciertos
ortográficos o sintácticos, subrayaba la importancia de las acciones o la
carencia de tensión dramática en el pinino recién leído. Luego sugería lecturas
—principalmente de cuentos— para cada uno de los talleristas que participaron
en esa sesión. A éste, tal narración para entender cómo se resolvió el uso de
los gerundios; a aquél, tal otro para copiar los usos del punto y coma; a
zutano, otro más para hacerle entender las virtudes del cuento que arrancó in media res.
La lectura colectiva entre los integrantes del taller hacía
que cada escritor en ciernes, quien escuchaba su ejercicio narrativo
invariablemente en voz del maestro, se percatara de sus tropiezos, yerros
gramaticales, desplantes metafóricos, anfibologías y otras linduras que impedían
que el ejercicio cuajase en una narración válida en sí misma. Don Edmundo
mostraba cómo darse cuenta de las frases descoyuntadas de la masa narrativa y
cómo integrarlas o desecharlas del cuento en preparación. El final acarreado y
pastoreado desde el incipit. Desde
luego, también invertía parte de los ciento veinte minutos de que constaba
oficialmente la clase en revisar, comentar y enmendar otras tareas oficiosas
cuya mira estaba puesta en la factura de un relato —de los otros, sin adjetivos—. Un número considerable de ejercicios que ahí se revisaron o
comentaron, más tarde fueron publicados en las páginas de la revista para dicha
de sus autores.
La velada en torno al maestro se congregaba al terminar el
tiempo de la clase, por que era eso, una clase. Más tarde la tertulia:
compartía con los pupilos sus experiencias de vida al lado de Juan Rulfo, el
encuentro azaroso con tal libro de relatos, la visión fugaz de unas piernas
núbiles, la anécdota sobre la manera en que concibió “La muerte tiene permiso”,
o el desafío de buscar a este cuento un final diferente al plasmado en el
libro.
A uno le entregaba el libro solicitado en préstamo, a otro le mostraba con un ejemplo literario el uso de los dos puntos; a otro le enseñaba el prodigio de los relatos concéntricos de Revueltas; a otro más le exigía que le devolviera el libro de cuentos que le había prestado. En otra ocasión, nos contaba el milagro de una dama cuyas desnudas y torneadas piernas había entrevisto al cruzar la avenida Insurgentes. Luego nos despedía, “Nos vemos el miércoles.” Andando despacio, salía del recinto para dirigirse al estacionamiento.
A uno le entregaba el libro solicitado en préstamo, a otro le mostraba con un ejemplo literario el uso de los dos puntos; a otro le enseñaba el prodigio de los relatos concéntricos de Revueltas; a otro más le exigía que le devolviera el libro de cuentos que le había prestado. En otra ocasión, nos contaba el milagro de una dama cuyas desnudas y torneadas piernas había entrevisto al cruzar la avenida Insurgentes. Luego nos despedía, “Nos vemos el miércoles.” Andando despacio, salía del recinto para dirigirse al estacionamiento.
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