martes, 4 de noviembre de 2014

HERÁLDICA LITERARIA

El sirenario entre los bestiarios mexicanos

Fauna en la República de las Letras: El manatí, el cocodrilo, el ajolote, el tigre, el dinosaurio, el tlacuache, las vacas, el pegaso y la sirena, son los animales emblemáticos de la literatura mexicana. Cada uno de estos animales fantásticos, domésticos o selváticos se encuentra representado en sendos libros publicados en México durante el transcurrir de su último siglo. Los bestiarios tienen un pulso dominante en la narrativa mexicana.
Asimismo, con una variedad de sobrenombres, en ella se conoce amistosa o familiarmente a muchos de nuestros escritores, apodos que ellos mismos aceptan que se estampen en las carátulas de sus libros. Expongo dos ejemplos para ilustrar esta afición por la zoología de los literatos mexicanos. En el reciente homenaje que en la Ciudad de México se le rindió al poeta Efraín Huerta una mediana escultura de cocodrilo abría la procesión que recorrió las calles de la metrópoli; y en la más reciente recopilación de su narrativa periodística —El otro Efraín. Antología prosística— la cauda de este lagarto anima su portada. A don Efraín se le conocía con el sobrenombre de el Gran Cocodrilo. Otro caso llamativo es el de Eduardo Lizalde, cotidianamente asociado en la vidita literaria con el mote de El Tigre. Lizalde es un poeta que en su trato acepta que se refieran a él con el sobrenombre de sus batallas literarias o lo interpelen por su nombre ciudadano. El Tigre, por cierto, también incursionó en estos ámbitos de las animalias disconformes, pero en la modalidad de las plantas carnívoras, maléficas, soporíferas o venenosas. Su libro lleva por título Manual de flora fantástica.
Asimismo, esta afición por la zoología se haya cultivada en los bestiarios, que abundan en la literatura mexicana tanto en formas métricas como en prosísticas. Uno de ellos fue dedicado al manatí —Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes—, acaso el más famoso de los bestiarios mexicanos, que fue pergeñado por el colonialista peruano José Durán al documentar las metamorfosis del manatí en sirena en el imaginario del conquistador y sus apariciones en las crónicas y libros del conquistador. Tal vez compita éste en fama con el bestiario de Juan José Arreola, Punta de plata, luego bautizado como Bestiario, de indudable gloria.
Otro animal representado en el universo prosístico mexicano es el ajolote, cuya pesquisa literaria corrió a cargo de Roger Bartra y cuyos hallazgos se encuentran en Axolotiada. Vida y mito de un anfibio mexicano, una especie de retrato idiosincrásico del pueblo mexicano, trazado a partir de este anfibio afincado en el lodo de los charcos. Ahí se recoge una diversidad de narrativas venidas de otras centurias hasta aparcar en las pergeñadas durante el presente siglo. Tal muestrario de batracios no dejará de asombrar a los lectores por la arqueología cultural con que emprendió su búsqueda este ensayista, pues lo mismo espigó entre acervos antropológicos, biológicos, plásticos y literarios para sostener una ontología del ser mexicano a partir de este residente de las aguas turbias.
Otro animal acosado por los literatos es el tlacuache, una especie de zarigüeya mexicana. En Mitos del tlacuache, Alfredo López Austin rastrea las configuraciones simbólicas de este animal en las cosmogonías de los antiguos mexicanos. Los descubrimientos, asociaciones y comparaciones de este mamífero con el perdido mundo indígena no dejarán de asombrar al erudito ni al neófito por la minucia con que rastreó en la historia y etnografía para entresacar el significado hermenéutico de este roedor en la cosmogonía mesoamericanos, tan apreciado por los pueblos aborígenes.
Y qué decir de la vaca, ese rumiante apacible que nos observa desde la vera del camino. Pues bien, Jacobo Sefamí le dedicó una parte de su tiempo vital para acercarle su pastito en la antología Vaquitas pintadas, que acoge muy bien sus mugidos en un volumen hermoso por la cantidad de poetas, narradores y demás plumíferos que se han detenido para dedicar un soneto, un relato o una viñeta a la dueña de la leche y la costilla nuestras, cuyas representaciones más antiguas —lo saben ustedes bien— se localizan en los textos sagrados de la India, la China de los emperadores, el Siglo de Oro y en las plumas más ilustres de las centurias recientes.
Afirma uno de los poetas ahí pastoreados:

Y las vacas mugirán con las ubres hinchadas,
con la cola espantarán las moscas y tendrán la
piel húmeda
y palpitante,
y ella pensará,
pensará que se burlan de ella y de su recuerdo y de las
manos del hombre oprimiendo sus pechos […]

En este recuento cómo podrían pasar desapercibidos los dinosaurios si desde Monterroso están presentes en el cuadro de honor de la heráldica literaria. Augusto Monterroso nos dejó un fiel retrato de este bicho extinguido en una página memorable de su ponderada obra literaria. Inspirado, por cierto, en una experiencia del guatemalteco, mientras convivía con José Durán en la Ciudad de México.
Otro animal fantástico presente en la imaginación narrativa es el pegaso, pero qué hace este equino alado en la literatura mexicana. Nomás les cuento una estampa para ilustrar su preeminencia en el imaginario nativo. En el patio central de Palacio Nacional, sede del poder presidencial mexicano, en la cúspide de una fuente de agua se asienta una escultura del caballo con alas. El emblema lo persiguió afanosamente Guillermo Tovar y de Teresa en El pegaso o el mundo barroco novohispano en el siglo xvii. Para él representó un símbolo de autonomía, liberación y mestizaje en la Nueva España.
Y como todos estos animales pastan libremente por las calles y pasillos de mi país, finalmente llega el turno de las sirenas, cuyas siluetas hallamos representadas alegremente en pescaderías, malecones, llaveros, muñecas, abrecartas, portadas de libros o discos, además de anuncios publicitarios, canciones y murales, entre un sinfín de artesanías más. Estos seres inutilizados por sus mitades, fueron espigadas por Alejandro García Neria, en su vertiente lírica, en Sirenas y toros en la poesía. Por su trabajo conocemos los empeños de los poetas por entonar la canción de la sirena en las literaturas de Occidente, donde la Décima Musa dejó estampado en “En que cultamente expresa menos aversión de la que afectaba un enojo” su versión sobre este símbolo acuático y terrero, legado homérico:

No amarte tuve propuesto;
¿mas proponer de qué sirve,
si a persuasiones Sirenas
no hay propósitos Ulises,
pues es, aunque se les prevenga,
en las amorosas lides,
el Griego, menos prudente,
y más engañosa Circe?

Finalmente, en medio de esta tradición cultural quiero suscribir el sirenario de La música de las sirenas, en el que he rebuscado las apariciones de la sirena en el microrrelato hispanoamericano. Espiga que implicó un par de años vestido de argonauta para atrapar las inmersiones de este animal anfibio en la prosa breve en lengua española. No estarán todas y cada una de sus apariciones, es verdad, pero el propósito fue conclusivo, pues documenta su traspaso y cultivo en las comarcas del microrrelato, apuntala sus cultivadores, obras señeras, agrimensores principales, ecos y resonancias en las tradiciones literarias de Hispanoamérica. Ya ustedes mis lectores luego me dirán si este trabajo del Ulises gustoso, bastó para que se aprendieran y luego tararearan las canciones que entonan las sirenas en las narrativas nacionales.
Este argonauta, un mero chalán de Odiseo, les agradece que no se hayan tapiado el cuenco de sus oídos ni vendado sus pupilas para escuchar el canto sibilante de La música de las sirenas, anfibios que no le cantaban a Ulises ni mucho menos a Homero, nomás contaban sus cuitas de amor.

Nota bene: texto de presentación de La música de las sirenas, Feria del Libro de Carabobo, Venezuela, 14 de octubre, 2014.


Durante el bautizo del libro: pétalos de rosas escanciados al término de la presentación por la mano madrina de Geraudí González y Violeta Rojo.

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