miércoles, 30 de octubre de 2013

SIERVOS DEL MICRORRELATO




En las batallas por el reconocimiento literario del género todavía nos faltan amplias parcelas que cubrir, autores a socorrer, tópicos por documentar. Enseguida menciono tres ejemplos para ilustrar tal dicho. Primero, informar los empeños inaugurales que se concretaron desde el mismísimo seno del Ateneo de la Juventud; segundo, para enriquecer nuestros censos documentales, aparecen cada vez más los nombres de literatos que dejaron estampadas ciertas breverías, que hoy pretendemos agrupar en el canon de la narrativa breve —verbigracia: Carlos Barrera, Calendario de las más antiguas ideas, México, Herrero, 1932, descubierto por Hiram Barrios—; tercero, los bestiarios y las fábulas se alojan en cuentísticas que suelen desembocar en repertorios bibliográficos del género, sin que hayamos deslindado previamente sus fronteras, propósitos narrativos y deontología literaria.
Apunté sólo tres casos, pero sobran los problemas que aún nos faltan de ponderar en ese reino en que se ha convertido la prosa microficcional; suman tantos que los podríamos repartir entre los lectores como un trabajo social de colaboración para rellenar los hoyos negros en la historiografía del género.
Mientras esto sucede han llegado dos antólogos, José Manuel Ortiz Soto (Guanajuato, 1965) y Fernando Sánchez Clelo (Puebla, 1974), con una equilibrada antología para documentar nuestro presente, la actualidad de la minificción que se practica en la república mexicana. Ambos son defensores armados con la capa y la espada de la escritura breve, pues se dedican a cultivarla y divulgarla desde los espacios digitales y físicos con que se ha expandido epidémicamente por Hispanoamérica. Además, sendos libros de su autoría les han servido para apaciguar a los soliviantados contra el género. Otras tribunas públicas también las han usado para predicar la palabra, fe y credo en la expresión más libre de polvo y paja.
Creo que no han habido más leales siervos del microrrelato, en la década que se deja transcurrir, que Ortiz Soto y Sánchez Clelo. La conquista del recinto en que la otra noche se presentó el volumen también se debe a sus habilidosas gestiones. Como habilidosos fueron en congregar a más de un centenar de narradores para invitarlos a formar parte de Alebrije de palabras, florilegio prosístico que se distingue por su audacia, apuesta e inclusión.
La audacia de invitar sólo a los escritores vivos que cohabitan en la República de las Letras que simpatizan, pergeñan y divulgan la buena palabra del benjamín de los géneros. De este modo, el pasado quedó atrás, en otras selecciones, para el ocio de los antologadores y perseverantes estudiosos, pero sobre todo, para el solaz y regocijo de los lectores en el presente.
Al convidar a nuestros más recientes y novísimos escritores, Manolo y Fernando apostaron por la continuidad de esta expresión narrativa, una expresión que, dados sus resultados, trabajos publicados y foros de exposición, suele ser muy rica y variada. Con ello la correa de transmisión ha quedado asegurada en la generación más reciente, pues sus integrantes serán los artífices, impugnadores, conocedores y propagandistas en las décadas por venir.
La inclusión de un considerable número de autoras es un rasgo que quiero destacar como otro logro de los anfitriones, pues las voces femeninas que trinan en el Alebrije de palabras iluminan lados oscuros de nuestra condición, a saber, violencias domésticas, subversión de mitos y opresiones cotidianas, entre otros asuntos menos trillados de nuestra tradición literaria.
Es evidente que esta antología tiene más valores y atributos que la distinguen, menciono otros para su consideración: la política de convivencia entre generaciones, la procedencia regional de los seleccionados —faltaron estados y sus representantes literarios, aunque lo apunto no como un reproche, pues en nuestros censos y agendas aún permanecen zonas grises que nos faltan completar—; la versatilidad de las narrativas congregadas y la impecable representación de los ciudadanos que cohabitan en la República de los Microficcionistas, tan proclives a la cordialidad, las buenas maneras y la sobremesa bañada por aguas benditas.
Naturalmente que, junto con la exaltación de los valores, también se podría exigir el desliz de las ausencias, los yerros en la edición, las pifias tipográficas y otros detalles menores de la edición; sin embargo, aun haciendo públicos tales pecadillos no se oscurece el generoso panorama que se dibuja en la presente antología.
Respecto a las más notables ausencias, apunto que se debieron, en unos casos, a la imposibilidad técnica de localizar al autor convidado; en otros, a que ciertas plumas de obligada presencia no se acoplaban al criterio de los escritores vivos que se impusieron los antólogos al momento de generar sus propósitos de selección —ajustado, repito, al tiempo presente—. Por tal razón no se encuentran aquí los clásicos, ni los caudillos del canon, quienes corean presente en la más reciente antología de Rogelio Guedea, El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana (Arlequín, 2013), donde se colmará de saber el lector interesado en el pasado de esta arquitectura expresiva. En ella se topará con otras apuestas y una forma de concebir el género trazada desde la atalaya del componedor de cuentos en que se ha consagrado Rogelio.
Finalmente, las cartas de los siervos del microrrelato están abiertas, sobre la mesa descansa su apuesta: Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve. La suerte, nuestra suerte, está echada y solicita el amparo de ese animal insignia de la fantasía mexicana, el alebrije, santo patrono de la invención de finísimo palabraje.

José Manuel Ortiz Soto y Fernando Sánchez Clelo, Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve, prólogo de Lauro Zavala, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013, 202 pp. 

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