En las batallas por el reconocimiento literario del género todavía
nos faltan amplias parcelas que cubrir, autores a socorrer, tópicos por
documentar. Enseguida menciono tres ejemplos para ilustrar tal dicho. Primero, informar
los empeños inaugurales que se concretaron desde el mismísimo seno del Ateneo
de la Juventud; segundo, para enriquecer nuestros censos documentales, aparecen
cada vez más los nombres de literatos que dejaron estampadas ciertas breverías,
que hoy pretendemos agrupar en el canon de la narrativa breve —verbigracia: Carlos Barrera, Calendario de las más antiguas ideas, México, Herrero, 1932, descubierto por Hiram Barrios—; tercero,
los bestiarios y las fábulas se alojan en cuentísticas que suelen desembocar en
repertorios bibliográficos del género, sin que hayamos deslindado previamente sus
fronteras, propósitos narrativos y deontología literaria.
Apunté sólo tres
casos, pero sobran los problemas que aún nos faltan de ponderar en ese reino en
que se ha convertido la prosa microficcional; suman tantos que los podríamos repartir
entre los lectores como un trabajo social de colaboración para rellenar los
hoyos negros en la historiografía del género.
Mientras esto sucede
han llegado dos antólogos, José Manuel Ortiz Soto (Guanajuato, 1965) y Fernando Sánchez Clelo (Puebla, 1974), con una equilibrada
antología para documentar nuestro presente, la actualidad de la minificción que
se practica en la república mexicana. Ambos son defensores armados con la capa
y la espada de la escritura breve, pues se dedican a cultivarla y divulgarla desde
los espacios digitales y físicos con que se ha expandido epidémicamente por
Hispanoamérica. Además, sendos libros de su autoría les han servido para apaciguar
a los soliviantados contra el género. Otras tribunas públicas también las han usado
para predicar la palabra, fe y credo en la expresión más libre de polvo y paja.
Creo que no han habido
más leales siervos del microrrelato, en la década que se deja transcurrir, que Ortiz
Soto y Sánchez Clelo. La conquista del recinto
en que la otra noche se presentó el volumen también se debe a sus habilidosas gestiones.
Como habilidosos fueron en congregar a más de un centenar de narradores para
invitarlos a formar parte de Alebrije de
palabras, florilegio prosístico que se distingue por su audacia, apuesta e
inclusión.
La audacia de invitar
sólo a los escritores vivos que cohabitan en la República de las Letras que
simpatizan, pergeñan y divulgan la buena palabra del benjamín de los géneros. De
este modo, el pasado quedó atrás, en otras selecciones, para el ocio de los
antologadores y perseverantes estudiosos, pero sobre todo, para el solaz y
regocijo de los lectores en el presente.
Al convidar a nuestros
más recientes y novísimos escritores, Manolo y Fernando apostaron por la
continuidad de esta expresión narrativa, una expresión que, dados sus
resultados, trabajos publicados y foros de exposición, suele ser muy rica y
variada. Con ello la correa de transmisión ha quedado asegurada en la
generación más reciente, pues sus integrantes serán los artífices,
impugnadores, conocedores y propagandistas en las décadas por venir.
La inclusión de un
considerable número de autoras es un rasgo que quiero destacar como otro logro
de los anfitriones, pues las voces femeninas que trinan en el Alebrije de palabras iluminan lados oscuros de nuestra condición, a saber,
violencias domésticas, subversión de mitos y opresiones cotidianas, entre otros
asuntos menos trillados de nuestra tradición literaria.
Es evidente que esta antología tiene más valores y atributos
que la distinguen, menciono otros para su consideración: la política de
convivencia entre generaciones, la procedencia regional de los seleccionados —faltaron
estados y sus representantes literarios, aunque lo apunto no como un reproche, pues
en nuestros censos y agendas aún permanecen zonas grises que nos faltan completar—;
la versatilidad de las narrativas congregadas y la impecable representación de
los ciudadanos que cohabitan en la República de los Microficcionistas, tan
proclives a la cordialidad, las buenas maneras y la sobremesa bañada por aguas
benditas.
Naturalmente que, junto con la exaltación de los valores,
también se podría exigir el desliz de las ausencias, los yerros en la edición, las
pifias tipográficas y otros detalles menores de la edición; sin embargo, aun haciendo
públicos tales pecadillos no se oscurece el generoso panorama que se dibuja en
la presente antología.
Respecto a las más notables ausencias, apunto que se
debieron, en unos casos, a la imposibilidad técnica de localizar al autor
convidado; en otros, a que ciertas plumas de obligada presencia no se acoplaban
al criterio de los escritores vivos que se impusieron los antólogos al momento
de generar sus propósitos de selección —ajustado, repito, al tiempo presente—. Por
tal razón no se encuentran aquí los clásicos, ni los caudillos del canon,
quienes corean presente en la más reciente antología de Rogelio Guedea, El canto de la salamandra. Antología
de la literatura brevísima mexicana (Arlequín, 2013), donde se
colmará de saber el lector interesado en el pasado de esta arquitectura
expresiva. En ella se topará con otras apuestas y una forma de concebir el
género trazada desde la atalaya del componedor de cuentos en que se ha
consagrado Rogelio.
Finalmente, las cartas de los siervos del microrrelato están abiertas, sobre la mesa descansa su apuesta:
Alebrije de palabras. Escritores
mexicanos en breve. La suerte, nuestra suerte, está echada y solicita el amparo
de ese animal insignia de la fantasía mexicana, el alebrije, santo patrono de
la invención de finísimo palabraje.
José Manuel Ortiz Soto
y Fernando Sánchez Clelo, Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve, prólogo de Lauro Zavala, Puebla, Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, 2013, 202 pp.
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