José Manuel Ortiz Soto
ALTAMIRA
—¡Quisiera ser un ángel! —dice con su vocecita cantarina de sirena, y
acaricia el ala de su mudo acompañante.
—A mí me gustan tus escamas —musita desde
el techo de la cueva, un ovillo grisáceo de orejas puntiagudas.
—¡Niños! ¡Dejen de moverse! —farfulla el
homínido, las palurdas manos rebozadas de pigmento.
RUPTURA
Me miró desde su altura imponente: los
brazos cruzados sobre el pecho, y moviendo la cabeza de un lado para otro.
Cuando comenzó a rascar el suelo con las patas delanteras, supe que no la
estaba pasando muy bien.
—Si ya lo decidiste… —resopló un viento
agrio, rencoroso, y con la blonda cola espantó las moscas de sus ancas.
—Continuar con lo nuestro sería una locura
—dije con voz suave, quitando a mis palabras la altivez que suele traicionarme.
—Entonces, no hay más que decir. ¡Que te
vaya bien!
El centauro se alejó a retozar con las
jirafas y yo volví al estanque de las focas donde, gracias a ser la única
sirena, todos me tratan como reina.
EN LA ÓPERA
Aún no se apagaban los últimos acordes de
la orquesta y el auditorio, eufórico, prorrumpió en vivas y aplausos.
—¡Es un ángel! —exclamó la Presidenta del
Patronato de Damas Cultas por la Música.
—Es medio pescado —dijo el gato acurrucado
en su regazo, relamiéndose los bigotes.
UNA ODISEA DESPUÉS
Ulises, al pasar por la isla, arrojó
algunas monedas y continuó su camino sin volver la vista atrás. Era solo una
sirena vieja y afónica sobre las rocas.
Textos inéditos cortesía del autor para el Miretario. Foto de
JP. Los Azulejos, mmxiii.
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