Todo marcha en el avión, a pesar de la espera,
el fastidio, las filas interminables y la noche en vela. Al menos nadie me
derramó líquidos en los pantalones, como lo hicieron en otra ocasión, cuando
volvía de Tijuana.
Mucho me llamó la atención en extremo cortés
de la tripulación abordo, nunca había recibido un trato tan comedido. Como no
hubo retrasos ni incidentes, llegamos puntuales a las siete de la mañana.
Santiago de Chile, desde la ventanilla del avión, parecía o nublado o
extremadamente contaminado, pues una mantilla grisácea cubría el horizonte de
su cielo. Cuánta espantosa similitud con mi ciudad natal, Axolotitlan.
Luego del obligado paso por la aduana de
migración y una espera de sesenta minutos, aligerada con dos exquisitas tazas
de café, emprendimos el vuelo al destino final, Concepción. Sin tardanza,
abandoné el avión para recoger mi equipaje, pues afuera del aeropuerto ya David,
mi anfitrión mexicano en la ciudad, se encontraba esperando para llevarme al
hotel El Araucano, donde me recibió el doctor Edson Faúndez, directivo del
posgrado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción. La
gentileza y la hospitalidad son cualidades de los chilenos.
Para ponernos al día, David y su compañera me
llevaron a comer unos mariscos a una bahía cercana, pero como era muy temprano,
apenas el mediodía, estaban cerrados los restaurantes. Así que dimos una
caminata por los alrededores, a la vera del mar, cuyos montes adyacentes
muestran las cicatrices del temblor de tierra sufrido hace unos años, por cuya
intensidad dejó los cerros desgajados, los árboles colgando en el precipicio y
unas gigantescas piedras huérfanas de su seno.
Por ser domingo, aquí la vida queda aplacada y
aplazada para otro día. Mayoritariamente los negocios cierran, pero unos
cuantos abren, entre ellos la Feria del Libro Leído, nombre que me llamó la
atención por el participio. En Axolotitlan, de donde provengo, la anunciarían
así: “del libro usado”, “de ocasión” o “de viejo”. Volvimos al hotel luego de
las tres de la tarde, donde dormité alterado, sobresaltado por la ausencia de
ruido y la ruptura de mi vida cotidiana.
Más tarde fui a dar un paseo para ejercitar
las piernas, engarrotadas por tantas horas aprisionadas en ese espacio tan
minúsculo de los aviones, donde la ergonomía de los pasajeros vale unos
centavos. Remonté las calles hasta la feria, entre sus puestos me encontré una
edición vieja, que no sé si leída, de El
juguete rabioso, la cual dejé apartada pues no llevaba moneda local, por
aquello de que hoy domingo descansan las casas de cambio y los bancos. Ya
veremos mañana si me la reservaron. También hojee una edición “leída” de Cuentos y poemas de Alfonso Reyes, en edición mexicana, una antología de sus textos prosísticos preparada por un
conocido crítico cuyo nombre no anoté, pero ése y otros dos títulos (Fuentes y Masttreta) fueron los únicos que pude observar de la literatura
mexicana entre los “usados”. No indico ni su consumo ni su desecho.
Al borde del mar, Concepción es una pequeña ciudad de clima extremoso, cuyos habitantes hablan un melodioso español, aunque en algunos momentos me pierdo entre sus vocablos chilenos y a veces no entienden el mexicano con que les hablo. Noto que en ella no hay gente en las aceras pidiendo dinero, ni basura en sus calles, nadie toca el claxon y civilizadamente respetan al peatón. Mi anfitrión dice que los chilenos prefieren el orden a la libertad. En Axolotitlan, no se elige ni uno ni el otro, para qué, si existe el caos. Viva el caos.
Al borde del mar, Concepción es una pequeña ciudad de clima extremoso, cuyos habitantes hablan un melodioso español, aunque en algunos momentos me pierdo entre sus vocablos chilenos y a veces no entienden el mexicano con que les hablo. Noto que en ella no hay gente en las aceras pidiendo dinero, ni basura en sus calles, nadie toca el claxon y civilizadamente respetan al peatón. Mi anfitrión dice que los chilenos prefieren el orden a la libertad. En Axolotitlan, no se elige ni uno ni el otro, para qué, si existe el caos. Viva el caos.
Ya Graham Green, en Caminos sin ley, anunciaba novelísticamente la sombra siniestra del
estado fallido que se extendía sobre el país retratado.
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