Los hombres sin patria
Javier Perucho
Javier Perucho
Al fin reaparece remozada una edición accesible al gran público de El bandolero, el pocho y la raza, cuya primera edición data de 1994 (unam-University of New Mexico), espiga fundamental para el conocimiento de las representaciones visuales que se han hecho en el mainstream hollywoodense de los mexicanos que migraron a las tierras del Norte, y en particular de los chicanos.
Las literaturas mexicana y estadounidense se han valido de las minorías étnicas que constituyen sus conglomerados sociales para reflejar las carencias y deseos de las respectivas idiosincrasias nacionales. En la mexicana, desde el siglo xix, los escritores han adoptado a los migrantes —los nombres de la diáspora: mojados, pochos, pachucos, chicanos— como espejos de la frontera. En ellos se ha volcado el resentimiento hacia todo lo gringo; en ellos se refleja el complejo de abandono ante la falta de progreso social del mexicano. La sociedad mexicana ha querido ver en ellos una suerte de felonía a la cultura nativa: se les acusa de abandono de las tradiciones, de renegados del idioma, de traición a la matria. El mexicanísimo sustantivo pocho encierra tales acepciones de deslealtad.
Para la estadounidense, los pachucos y chicanos son espejos de obsidiana: salvajes en estado puro, necesitados de orden y progreso material, incapaces de gobernarse a sí mismos. Aunque a sus tierras de origen, las del mítico sur, las han elegido como el paraíso a recobrar, el locus amoenus que ha servido de refugio y santuario a todos los perseguidos, locos y rebeldes (el gringo viejo, el gatillero Kerouac el poeta extraviado en el camino de la droga). Incluso la prodigiosa Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, puede leerse como una celebración al paradiso que se encuentra al sur del río Bravo.
En la cinematografía de ambos países, las figuraciones visuales del otro siguen siendo las mismas que las literarias, basadas en otros estereotipos más gandallas (la mujer fatal, revestida de tumbahombres; el indolente, el asesino, el traidor, el redimido ante las bondades de la cultura anglosajona), aunque obedecen a otro tipo de fines; es decir, se han pergeñado para la dominación, la legitimación del orden, para preservar la subordinación de las razas que dan consistencia al meelting pot estadounidense.
Para las instituciones mexicanas, los chicanos y los braceros dejaron de tener importancia desde que la calentura por el tercer mundo desapareció con la aspirina recetada por los tecnócratas del viejo régimen al asentarse en el poder. Ése era su designio político y cultural en México hasta el aterciopelado aterrizaje del mandatario que ha hecho de las botas y la hebilla el símbolo de su sexenio, para quien los “paisanos” son una suculenta e inagotable fuente de divisas.
David Maciel ha explorado la imaginería cinematográfica de dos naciones con el fin de hallar las vetas de la exclusión, la denigración y la dominación de que han sido objeto los estadounidense de origen mexicano —porque eso son: estadounidense a secas—; es decir, los chicanos, en este remozado y ahora accesible ensayo, que difícilmente se encontraba en librerías a pesar de ser, por su estudio interdisciplinar, uno de los pioneros en su género. (Norma Iglesias, en dos volúmenes, espigó con gran sagacidad todas las imágenes fílmicas que han llegado del norte en Entre yerba, polvo y plomo. Lo fronterizo visto por el cine mexicano, El Colegio de San Luis, 1991.)
Las perquisiciones del historiador chicano lo conducen a demostrar que tanto el cine hollywoodense como el mexicano, son falsaciones de la compleja realidad de los hombres sin patria que decidieron abandonar la tierra nativa por la incapacidad de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas, aunque aborda en su análisis iconográfico y argumental una cantidad abrumadora de churros, películas que difícilmente obtendrán un lugar en el canon fílmico, mas no por eso su arqueología deja de ser valiosa, ya que ha explorado, acotado y registrado el complejo universo de dos imaginarios: el cinematográfico y el social.
Las literaturas mexicana y estadounidense se han valido de las minorías étnicas que constituyen sus conglomerados sociales para reflejar las carencias y deseos de las respectivas idiosincrasias nacionales. En la mexicana, desde el siglo xix, los escritores han adoptado a los migrantes —los nombres de la diáspora: mojados, pochos, pachucos, chicanos— como espejos de la frontera. En ellos se ha volcado el resentimiento hacia todo lo gringo; en ellos se refleja el complejo de abandono ante la falta de progreso social del mexicano. La sociedad mexicana ha querido ver en ellos una suerte de felonía a la cultura nativa: se les acusa de abandono de las tradiciones, de renegados del idioma, de traición a la matria. El mexicanísimo sustantivo pocho encierra tales acepciones de deslealtad.
Para la estadounidense, los pachucos y chicanos son espejos de obsidiana: salvajes en estado puro, necesitados de orden y progreso material, incapaces de gobernarse a sí mismos. Aunque a sus tierras de origen, las del mítico sur, las han elegido como el paraíso a recobrar, el locus amoenus que ha servido de refugio y santuario a todos los perseguidos, locos y rebeldes (el gringo viejo, el gatillero Kerouac el poeta extraviado en el camino de la droga). Incluso la prodigiosa Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, puede leerse como una celebración al paradiso que se encuentra al sur del río Bravo.
En la cinematografía de ambos países, las figuraciones visuales del otro siguen siendo las mismas que las literarias, basadas en otros estereotipos más gandallas (la mujer fatal, revestida de tumbahombres; el indolente, el asesino, el traidor, el redimido ante las bondades de la cultura anglosajona), aunque obedecen a otro tipo de fines; es decir, se han pergeñado para la dominación, la legitimación del orden, para preservar la subordinación de las razas que dan consistencia al meelting pot estadounidense.
Para las instituciones mexicanas, los chicanos y los braceros dejaron de tener importancia desde que la calentura por el tercer mundo desapareció con la aspirina recetada por los tecnócratas del viejo régimen al asentarse en el poder. Ése era su designio político y cultural en México hasta el aterciopelado aterrizaje del mandatario que ha hecho de las botas y la hebilla el símbolo de su sexenio, para quien los “paisanos” son una suculenta e inagotable fuente de divisas.
David Maciel ha explorado la imaginería cinematográfica de dos naciones con el fin de hallar las vetas de la exclusión, la denigración y la dominación de que han sido objeto los estadounidense de origen mexicano —porque eso son: estadounidense a secas—; es decir, los chicanos, en este remozado y ahora accesible ensayo, que difícilmente se encontraba en librerías a pesar de ser, por su estudio interdisciplinar, uno de los pioneros en su género. (Norma Iglesias, en dos volúmenes, espigó con gran sagacidad todas las imágenes fílmicas que han llegado del norte en Entre yerba, polvo y plomo. Lo fronterizo visto por el cine mexicano, El Colegio de San Luis, 1991.)
Las perquisiciones del historiador chicano lo conducen a demostrar que tanto el cine hollywoodense como el mexicano, son falsaciones de la compleja realidad de los hombres sin patria que decidieron abandonar la tierra nativa por la incapacidad de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas, aunque aborda en su análisis iconográfico y argumental una cantidad abrumadora de churros, películas que difícilmente obtendrán un lugar en el canon fílmico, mas no por eso su arqueología deja de ser valiosa, ya que ha explorado, acotado y registrado el complejo universo de dos imaginarios: el cinematográfico y el social.
David R. Maciel
El bandolero, el pocho y la raza. Imágenes cinematográficas del chicano
Prólogo de Carlos Monsiváis, México, Siglo Veintiuno-cnca, 2000, El México de Afuera, 224 pp.
[Forma parte de la beca del Fonca]
[Forma parte de la beca del Fonca]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario