miércoles, 11 de julio de 2018

CENTENARIO DE ALÍ


alí chumacero, a orillas del libro

  
Cómo no lo recordaremos sino por su risa plena, sonora y franca; por su elocuencia, picardía y estatura apabullante. Una cabellera otrora leonina y, antes de su partida, una maraña plateada. Aficionado al whisky, la riqueza y los manjares. Enamoradizo y de palabra galante frente a la beldad femenina. Una gallardía de porte. El maestro de poetas. Un instructor de editores, formador de colecciones y director de revistas. Y más que todo eso, Alí Chumacero fue un lector insomne de las novedades librescas, así como un revisionista de los acervos literarios. El retrato de Alí ya fue bocetado, aunque su biografía intelectual está por emprenderse. Su poesía fue escudriñada y rastreada hasta la raíz de sus fuentes, anotadas sus temáticas, documentado cada influjo e interpretada. Sin embargo, el método, perspectiva y legado de su crítica requiere de una atención que pondere los afanes de una faceta que su poesía eclipsa: la de analista literario. Chumacero ejerció como crítico atentísimo al registro y la ponderación del quehacer literario de su presente, aunque también fue un escrupuloso censor de la prosa y la lírica decimonónicas.
Ganó su nicho en la república literaria por Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956), libros esenciales del medio siglo. En uno y otro funde tópicos como la separación de los amantes, la muerte, la soledad. Con ellos fincó una poética del silencio, que él llamó “a la orilla del silencio”. “Su aprendizaje en el silencio —escribió José Emilio Pacheco— fue también su aprendizaje del silencio.” Asimismo fue un crítico durante treinta años en las revistas que fundó o fue convidado a participar, además de tipógrafo y editor con cuyos oficios se ganó el pan, pero sobre todo fue, repito, un lector que puso en práctica un modo de relacionarse con los libros a través de la reseña, una tarea en vías de extinción cuya sobrevivencia depende de los suplementos culturales.
En una entrevista le compartió a Marco Antonio Campos los límites y propósitos de su ejercicio: “Nunca fui más allá de la reseña, pero solía poner en cada una de mis colaboraciones un poco más que la simple elucidación de influencias en el texto criticado.”
Los momentos críticos (FCE, 1987) compila este trabajo de humilde reseñista. La espiga y documentación de este volumen estuvo a cargo de Miguel Ángel Flores (1948-2018). En el prólogo asienta que el nayarita fue de los primeros lectores en comentar la poesía de Jorge Luis Borges, cuando era secreto en posesión de unas cuantas manos, y ponderó los bajos fondos, el infierno del ángel caído y los héroes menores y sin historia entretejidos en las narrativas de José Revueltas.
En uno de esos ensayos, “Cometido crítico”, divulgó los postulados a que se atuvo mientras ejerció la íngrima labor de comentarista de libros. En él sustentó: “El crítico hurga en libros, periódicos, publicaciones de todas clases, buscando luces que lo conduzcan hacia la significación de una obra literaria, por medio del estudio de sus relaciones con aquellas personas y hechos que estuvieron presentes en el tiempo en que fue escrita. De esa manera, un poema va resultando conectado en el sitio que, al momento de ser escrito, sostenía con el mundo circundante.” Archivo, amistades, historia, significado, espacio de la obra literaria. Ahí se arraiga una forma de proceder de una crítica aún vigente que la virtualidad o el crowfunding amenazan con diluir.
Por la lectura de sus reseñas, se infiere la permanencia en su bagaje de la cultura literaria europea. Nerval, Pound, Larbaud, Keats, Rilke, Coleridge y un puñado de poetas resuenan en sus apuntes, que también se pueden documentar en el zócalo de su poesía. Fue un lector devoto de Cervantes, Kafka, Conrad, Maupassant, Balzac, Gide, Joyce y de una legión de narradores a los que alude como ejemplos, comparativa, modelos y formas de cristalización del canon de la novela.
En su didáctica Chumacero explicó a sus lectores, “en una novela un laurel es una pequeña rama, acaso un árbol; en tanto que, en poesía, un laurel puede significar —como en la historia— el fin a que el poeta mismo aspira”.
Una de las misiones de la crítica, predicaba el maestro, es “Intenta[r] establecer, bajo los aspectos más contradictorios y complementarios, la situación exacta de ese tipo humano que, a espaldas muchas veces de actos importantes y oportunidades que en otros aspectos lo conducirían al éxito, prefiere entregar su tiempo a la construcción de poemas cuya calidad empieza él mismo por poner en duda.”
Como la biografía del poeta abunda en tentativas, renuncias y autocrítica, finalizo con un enunciado predictivo del nayarita, que aplicó a la novelística de Emilio Rabasa, aunque ajustado al natalicio del acaponetense por su biografía, historia, obra y poética: “A los cien años de su nacimiento, la lectura de su reducida producción literaria lo hace crecer a nuestros ojos y hallar el reconocimiento de quienes saben que la literatura, además de una humorada de juventud, es un largo proceso.”

Laberinto, suplemento cultural de Milenio, Núm. 786, 7 de julio, 2015, p. 7. Pícale aquí:

Monográfico completo sobre Alí: