viernes, 24 de agosto de 2007

Microcuentística

Poéticas de la microficción

i.m. Augusto Monterroso

La significación más aceptada para el novedoso concepto de la microficción, engloba dos ámbitos complementarios: uno se refiere a las expresiones literarias cuyo orden remite a la concisión, ya sean viñetas, aforismos, leyendas, fábulas, estampas, adivinanzas o el mismo cuento brevísimo, entre otros; el segundo se encarga solamente de las expresiones del microrrelato, ese nuevo género lilliputense que empieza a ser evaluado por la historia literaria, la academia y favorecido por las editoriales.
En México tal modalidad genérica goza de una tradición cuyos antecedentes más remotos se pueden ubicar en la cultura literaria del siglo xix, en las plumas de las eminencias que lo practicaron pero también en los redactores anónimos del periodismo decimonónico, quienes constituyen los basamentos protoliterarios sobre los cuales se asentó el dicho género a inicios de la centuria pasada.
Quien indudablemente se ha convertido en un pionero en la sistematización y estudio en la cátedra universitaria, la divulgación periodística y el ensayo, sin desdeñar los medios que ofrecen las nuevas tecnologías como internet, así como la recopilación ordenada de una práctica ignorada, pero fervorosamente ejercitada por los autores nacionales, como se infiere por su docena de repertorios publicados, es Lauro Zavala, investigador universitario a quien debemos la publicación de —hasta ahora— la más ambiciosa antología del género. Ambiciosa por el marco temporal que encierra —un siglo— y por la geografía regional que ciñe: nuestro país. El microrrelato mexicano del siglo xx. Éstos son los dos pilares del arco espacio temporal que abarca su más reciente florilegio, Minificción mexicana (México, unam, 2003), pero antes de comentarlo, conviene detenernos, por dos razones, en su antecedente más inmediato. Primero por el lugar donde fue editado y desde donde —quiero pensarlo así— se está distribuyendo al resto del mundo: Colombia. Segundo, porque por vez primera el microrrelato mexicano es objeto de una antología sistemática, que a su vez forma parte de una serie (La Avellana) que tiene por objeto compendiar las expresiones nacionales del cuento jíbaro en Latinoamérica. El propósito de la serie, afirman sus editores, “es constituirse en una respuesta positiva a la dispersa producción minicuentística hispanoamericana, difundiendo en forma de antologías los minicuentos más representativos de cada uno de los países que constituyen esa gran franja marcada por lo hispanoamericano”.
Las antologías disponibles no se habían detenido en las modalidades particulares de cada nación americana, pues se diseñaban habitualmente conforme a insostenibles criterios supranacionales; es decir, ponían el acento en la expresión continental latinoamericana, o bien abarcaban toda la región hispanoamericana, los cuales eran los marcos geopolíticos que acotaban dichos repertorios. Sin embargo, a pesar de tales delimitaciones, no existe hasta el momento una antología general del microrrelato latinoamericano, o una ceñida estrictamente al orbe español, peninsular, que den cuenta de la evolución del género, sus autores, obras y circunstancias. Menos aún, por regiones, verbigracia, de Centroamérica o el Cono Sur.
De este modo, La minificción en México, 50 textos breves (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional-Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, 2002), en presentación y selección de Lauro, va acotando en tiempo y espacio una institución literaria cuyos fundadores nos remiten a la asociación intelectual que animó el Ateneo de la Juventud (Alfonso Reyes, Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves), aunque Lauro olvida incluir en su repertorio a Francisco Monterde, fabulador de microcosmos premodernos, pero en cambio está presente la escritura indianista de Andrés Henestrosa, pluma sin grupo identificado o pertenencia generacional evidente. Asimismo incluye a algunos de los autores nacidos en la década de los años cincuenta, quienes conforman las generaciones literarias surgidas entre los años sesenta y ochenta. En esta antología se representa a las generaciones de los ateneístas, del Medio Siglo e intermedias entre la transición, la continuidad y el presente de la narrativa breve mexicana. Ese medio centenar de autores convocados permite un diagnóstico de la microficción mexicana del siglo xx.
La minificción en México merece tres cuestionamiento y un elogio: la singular organización cronológica, que no persigue estrictamente un criterio evolutivo; algunos de los autores presentes no han recogido en forma sistemática sus incursiones por el cuento brevísimo, el cual ha sido un criterio de selección antológica básico; la falta de un repertorio bibliográfico final que lo complemente, considerando que se trata de un volumen universitario cuyo objetivo inmediato es difundir la expresión microficcional mexicana en Sudamérica. Y cumplidamente, registra los tonos, modos y formas en que ha incursionado, experimentado y consolidado el género durante el siglo pasado. Motiva que Lauro se haya puesto como límite formal las arquitecturas narrativas arraigadas del cuento brevísimo, a saber: “minicuentos (clásicos), microrrelatos (modernos) y minificciones (posmodernas)”, conceptos que sostienen una taxonomía, una propuesta de estudio y, en ciernes, los prolegómenos de una teoría de la microficción.
A su vez, en Minificción mexicana esas arquitecturas narrativas se ven levemente opacadas por la inclusión intrusa de sonetos, palindromas, fragmentos de crónicas novohispanas o retazos escogidos de novelas (Cartucho, Terra Nostra, La feria), ausentes por cierto de La minificción en México, cuerpos extraños y ajenos que deben descartarse de los estudios de la microficción por tener espacios propios de estudio y divulgación, por ser acogidos por un público perfectamente delineado y, sobre todo, por pertenecer a expresiones opuestas a la microficción, dicho sea en aras de la delimitación de las marcas de frontera que distinguen al nuevo género, ya de por sí escurridizo, todavía carente de una teoría estética que lo sustente, huérfano de una historia literaria y de un razonamiento deontológico que lo apuntale.
Aún así, la selección global es el muestrario más representativo del microrrelato en México, pues están presentes las figuras axiales, que Lauro bautiza como “los precursores”, las figuras tutelares representadas por el “canon A. T. M.”: Arreola, Torri y Monterroso, así como por el nuevo paradigma de la escritura microficcional (José de la Colina, Felipe Garrido y Guillermo Samperio), que en palabras del compilador representan al “nuevo canon”, aunque sus poéticas difícilmente se emparentan por la generación, procedencia regional, voluntad de estilo o la elección del microcosmos que se empeñan en recrear. En su afán clasificatorio, Lauro se detiene en ellos como si después de ese singular trío el tiempo creativo del microrrelato se hubiese detenido. Hay otras plumas que continúan la tradición, ya que con sus invenciones están renovando al género.
Por las exigencias del derecho autoral, la profesionalización del editor a cargo del volumen y la seria labor de compilación, en esta antología sí se da noticia bibliográfica de los textos seleccionados. No podría ser de otra manera, tratándose de un libro pensado, amasado y horneado en una estación de trabajo de la unam. Merece también un comentario positivo la pulcra edición —a diferencia del libro colombiano, en el que abundan las erratas y pifias tipográficas—, el cálido diseño gráfico de la portada y la limpia formación de las páginas interiores que contienen este florilegio.
Los padres fundadores del microrrelato mexicano forman un cuarteto (Reyes, Estrada, Silva y Aceves, Monterde), que llamaré por el momento la Primera Ola, la época inicial del cuento breve en el siglo pasado. La Segunda la integrarían lo que he llamado en otro lugar el canon Torremonte (Julio Torri, Juan José Arreola y Augusto Monterroso), que fueron los maestros del tercer reflujo de escritores de brevedades: Raúl Renán, José de la Colina, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, entre sus principales cultivadores. Los Protagonistas del Medio Siglo.
En la cuarta época predominan Felipe Garrido y Guillermo Samperio, pero coinciden en ella Martha Cerda, Ethel Krauze, Mónica Lavín y Rosa Nissán, las imprescindibles voces por las que se incluyó el mundo de la mujer contemporánea en la microficción vigesímica. Una nómina de escritoras proclives al microrrelato, la cual distingue a nuestra tradición del cuento breve del resto de las latinoamericanas, donde más bien escasean.
Rosa Beltrán, Luis Humberto Crosthwaite, Marcial Fernández y Javier García-Galiano, son la cresta más reciente de narradores, miembros prominentes de la generación de las Décadas Perdidas —pues hizo su aparición justo cuando el desarrollo económico de México creció en términos de bajo cero, aumentó la emigración de manera apabullante y la calidad de vida descendió a niveles vergonzantes, entre otras condiciones todavía prevalecientes—, promoción que considera el cuento brevísimo como una práctica legítima del ejercicio literario, legitimada por sus antecesores ilustres, las promociones editoriales, la difusión periodística y las exigencias del ciberespacio.
La minificción en México y Minificción mexicana son dos recuentos que servirán para la elaboración de la necesaria historia del cuento brevísimo, y apoyarán sustantivamente en la formulación de las poéticas de la microficción vigentes en el siglo xx.


Lauro Zavala, La minificción en México, 50 textos breves, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional-Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, 2002, 65 pp. (La Avellana)
Lauro Zavala, Minificción mexicana, México, unam, 2003, 308 pp. (Antologías Literarias del Siglo XX)

“Poéticas de la microficción”, fue publicado en Milenio Cultural (México), septiembre 27 de 2003, p. 4.

Ensayística

La tribu de los nuevos fabuladores

Inicio con una paráfrasis del epígrafe que abre El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana): “Uno quisiera saber qué piensan, cómo son las generaciones que dentro del túnel no ven sino más túnel, las marcadas por la depresión y las catástrofes de los ochenta: ¿cuál será —empiezan a ser— su pensamiento estético, su arte y su literatura, sus valores y sus regocijos, sus rencores y sus respuestas a un país ni tan oscuro ni tan iluminado?”, el cual se debe a la pluma de José Joaquín Blanco, que hace suyo Mauricio Carrera al interrogar a sus pares, cuestionar a los miembros de su generación, ortegeanamente definida —la que va de 1955 a 1969—, y entrevistar a sus afinidades electivas. Una conversación con los protagonistas de un tiempo incierto, sujetos además a un mercado caníbal, en un momento en el que todavía se glorifica la victoria cultural del neoliberalismo.
El resultado de ese escrutinio está en El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos (México, Lectorum, 2001), obra que expande sus registros —ya que el cuento, el periodismo cultural, la novela y ahora el ensayo forman parte de sus plenos dominios—, en la que la muy diversa y compleja tribu de los nuevos fabuladores (en orden de aparición: Enrique Serna, Rosa Beltrán, David Toscana, Ricardo Chávez Castañeda, Mónica Lavín, Guillermo Fadanelli, Ignacio Padilla, Cristina Rivera-Garza, Fernando Rivera Flores, Mario González Suárez, Ana García Bergua, Mario Bellatin y Jorge Volpi), dan cuenta de sus fobias, adscripciones literarias, militancia artística, métodos y procesos de trabajo, infancia o juventud, pininos y maduración de las respectivas propuestas narrativas.
En ese ceñido inventario, aunque las elecciones siempre implican una exclusión, extraño —dicho sea sin objeción a su catálogo, ni a los criterios de selección— a ciertos narradores que desde el Norte han dado una manita de gato, por no decir zarpazo de león, al estatus dominante de las narrativas metropolitanas y al canon central que dirime los gustos, criterios y promociones. Pienso en escritores igualmente innovadores como Luis Humberto Crosthwaite, Élmer Mendoza, Gabriel Trujillo o Rosina Conde, que cumplen cabalmente los requisitos de la suscripción a este diálogo generacional.
¿Qué nexos une a esta agrupación tan dispar, aparte del muy circunstancial acontecimiento de haber nacido en la misma región geográfica y casi en el mismo lapso temporal? Aventuro una conjetura: renovar la tradición a la que están suscritos; la profesionalización del gremio y los rasgos semejantes de la sensibilidad artística, son otros de las condiciones que los acercan.
¿Qué los distancia? La falta de una denominación propia que los identifique, les otorgue cohesión y coherencia en su militancia; en suma, el espíritu grupal si exigimos o queremos ver en ellos a una generación.
En el relevo generacional ellos están llamados —y obligados— a ocupar una posición en el frente de las letras, aunque ya lo hacen sin aspavientos. Puesto que son ya lectura obligada, se encuentran en los más variados repertorios editoriales, hoy conforman una ineludible presencia en la plaza pública. Sin su voz y sin su voto la república de las letras se convertiría en mera simulación priísta. La república literaria y la tribuna están atentas a sus innovaciones, como a su exploración del pasado, a la reinvención del presente y a los designios de nuestro porvenir.
El recuento de sus aportaciones a la literatura mexicana que se fraguó entre las dos últimas décadas del siglo pasado y la que inicia, se hará sin apresuramientos en el transcurso de la presente década. El paso del tiempo cernirá las innovaciones. La lectura sosegada valorará sus propósitos y el ánimo que llevó a esta generación disgregada a impulsar la renovación de la tradición.
Ciertamente, son una agrupación que aún no ha llegado a las aulas, pues la currícula universitaria todavía no la incluye en sus cursos y, parcialmente, la crítica universitaria se ha negado a convertirla en su objeto de estudio. Por contraste, la recepción crítica que ha merecido, se ha hecho en las revistas literarias, en los suplementos culturales, y, en última instancia, en los congresos sobre literatura mexicana contemporánea que se han realizado en Europa y Estados Unidos. La prueba de este aserto son las fuentes documentales en que están amparados los asedios críticos de Mauricio Carrera y Betina Keizman quienes, a la manera del taller de la escritura de Julio Ortega, proponen conversaciones, encuentros y entrevistas literarias. Pertrechados con la información disponible, exploran, descubren, abren brecha, trazan paralelismos, indagan en las influencias y la vida cotidiana de los protagonistas de la literatura mexicana en el umbral del milenio. Asimismo animados por el afán de “contribuir a un mejor conocimiento de la nueva narrativa mexicana”. Un propósito que no carece de valentía, espíritu crítico y valor documental.
A Carrera y Keizman debemos agradecerles la voluntad de saber que animó la propuesta y ejecución tanto de El minotauro y la sirena como de su hermano gemelo, El centauro en el túnel. Su lectura significó para mí la incursión a una nueva geografía, a conocer el norte y el sur de la novísima narrativa mexicana.
Mauricio Carrera y Betina Keizman
El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos,
México, Lectorum-cnca-Fonca, 2001, 262 pp.
Mauricio Carrera
El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana),
México, Tunastral-cnca-Fonca, 2001, 146 p. Colección Criterio 3.

Microcuentística

Werther, el circo y las muñecas

A unos meses de que se cumpla el centenario de la publicación del primer microrrelato fechado de Julio Torri, han aparecido al menos cuatro libros de microrrelatos que me interesa destacar: Cuentos tipográficos (2000) de Alejandro Roque; de Leo Mendoza (2003), la reedición de Confesiones de Benito Souza, vendedor de muñecas y otros relatos, de Javier García-Galiano (2002), Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, de Luis Felipe Hernández (México, Ficticia, 2002), además de las antologías del cuentólogo mexicano Lauro Zavala La minificción en México, 50 textos breves (2002) y Minificción mexicana (2003), que al compendiar un siglo de escritura y un centenar de autores, proporcionan legalidad artística y legitimidad literaria al género del microrrelato.
“Werther”, el cuento de Torri, fue publicado en un mensuario llamado La Revista, editado en Saltillo (Coahuila), que apareció con fecha de 1 de febrero de 1905, doce años antes de su libro inaugural Ensayos y poemas (1917), la Biblia de la microficción mexicana.
Por este cuento breve considero a Torri como el padre fundador del microrrelato mexicano y del resto de Hispanoamérica, pues hasta ahora es el cuento datado más antiguo del siglo pasado, sin considerar a los relatos breves de autor anónimo que fueron publicados en la sección literaria del periódico El Progresista. Periódico semanario, impreso entre 1903 y 1904, en la ciudad septentrional de Ensenada, Baja California.
Sin embargo, he localizado otras narraciones que valen por su peso protoliterario en el diario La Libertad, en su edición del 28 de agosto de 1879, pero son de autoría anónima. Pero La Libertad se editaba en la ciudad de México y era órgano de información de una capilla dominante, no así El Progresista, publicación omniscia relegada a los confines de la patria; de ahí su valor documental.
Mientras descubrimos más zonas de la arqueología literaria que nos permitan documentar, datar y ubicar el origen del microrrelato, preparémonos para celebrar este primer centenario del “Werther” torriano. Entretanto, sigo sosteniendo mi hipótesis de posibilidad: Julio Torri es el inventor del “cuento brevísimo”, como lo bautizó el maestro Edmundo Valadés en su revista El Cuento.
Ahora bien, hasta dónde llega en ese trío de novísimos narradores el ascendiente torriano. Ubico claramente su presencia en Leo Mendoza, en la prosa sosegada de García-Galiano y en la invención circense, futbolística y de hincha, en la crueldad de los cuentos de hadas que nos vuelve a contar Luis Felipe, en cuyo más reciente libro me detendré para explicar su influjo. Primera influencia innegable: la presencia cuentística de “Circe” en el relato “Pasión”, que prolonga el tema circadeano en el microrrelato mexicano, que apareció por primera vez en Ensayos y poemas, de 1917.
En apariencia, la poética de Hernández no es afín al postulado torriano de la brevedad, por el largo y kilométrico título, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos; sin embargo, el título de la portada es engañoso, pues los cuentos, representados en su mayoría por un sustantivo, se ajustan a cuatro características que se desprenden del cuento por homenajear: invariablemente son breves, también concisos, de ahí que su autor halla logrado condensarlos, además exigen una elipsis y contienen una revelación súbita que se desvela en la epifanía.
En consecuencia, la brevedad, la concisión, la elipsis, la condensación y la epifanía son connaturales a los cuentos jíbaros de Luis Felipe. Pero hay más. También son palimpsésticos, pues recrea antiguos mitos que se desprenden de la literatura infantil. Torri tenía como sustrato a Goethe; la narrativa de Luis Felipe tuvo como cuento madre a la literatura infantil, de la que apareció otro texto nunca antes pensado.
La microficción es una literatura putativa.
Respecto a su innovación temática, Luis Felipe es el primer microficcionista mexicano que atrapa en sus redes literarias el mundo futbolístico y lo hace asunto de sus relatos, también ubico como primera aparición temática el mundo siniestro del circo.
Por último, el mundo de la imagen fotográfica es otro gran acierto en la narrativa de Luis Felipe, que se agrupa en la sección “Pajarito, pajarito”, por la que se logra ese afán de los “copiadores”, como llaman en algunas zonas zapotecas a los fotógrafos, de robar el alma de los objetos e individuos, o modificar el rostro de los retratados y en los retratos.
En otro lugar afirmé que como natural extensión de sus talleres y tareas de promoción cuentística, Ficticia se convirtió el año pasado en editorial, consecuentemente promueve el catálogo de los ficticianos, entre ellos a un microcuentista: Luis Felipe Hernández (ciudad de México, 1959), actuario y cantante de ópera en el coro de Bellas Artes, quien en su primer libro de relatos, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, expresa su simpatía, agobios y voluntad de estilo por el género.
De las cuatro partes que lo constituyen, “Cruentos de hadas, “Pasiones futboleras”, “Pajarito, pajarito” y “Circo de tres pistas”, sólo la primera se apega a los elementos primordiales del relato palimpséstico, el cuento de otro cuento; el resto retoma además del chiste, rasgos de la anécdota y el aforismo.
La originalidad del volumen reside en el transplante de los temas que enuncian: el futbol, los cuentos de hadas crueles, la fotografía y el circo. En todos los cuentos el excipit está supeditado al desarrollo de la trama. Un final que se busca primordialmente por nocaut, inapelable.
Hoy lo reafirmo: Luis Felipe es autor de cuentos de una temática original.

Luis Felipe Hernández, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, México, Ficticia, 2002, 119 pp. (Biblioteca de Cuento Anís del Mono)

Septentrión

La fiebre por el narcotráfico

La fiebre por la recreación de los flagelos que causa el narcotráfico ha contagiado las letras del cono sur; esa temperatura literaria principalmente la sufren la novela colombiana: La virgen de los sicarios (Alfaguara, 1999), de Fernando Vallejo, o Leopardo al sol (Anagrama, 2001), de Laura Restrepo, dos de sus ejemplos más recientes; y la brasileña: Inferno (Companhia das Letras, 2000), de Patrícia Melo, que también la padece.
La novela del narcotráfico es un fenómeno literario típicamente latinoamericano, que intenta mostrar cómo esa subcultura carcome a las instituciones, muestra también el grado de su penetración social y, sobre todo, que en la batalla sin tregua entre el Estado y los capos, éstos llevan la iniciativa de combate. De ese encuentro brutal —coinciden la ficción y la realidad— surgen engendros sociales como la impunidad, la corrupción, la represión y la desaparición forzada de la ciudadanía cómplice o inocente.
Los escritores mexicanos no han querido quedarse rezagados en la exploración de esa veta. Ya Óscar de la Borbolla escribió su parodia en La vida de un muerto (Nueva Imagen, 1998). Sin embargo, el tema y su explotación siguen siendo patrimonio casi exclusivo de los narradores radicados en la frontera norte mexicana, pues son ellos quienes más se han impregnado en su trato cotidiano de esos crudos modos e inciviles hábitos de vida. Ellos los han vivido y padecido. Saben de los estragos sociales que ha causado el poder del narcotráfico. Conocen sus mecanismos, la forma de enquistarse en los estamentos sociales, así como la tenia de las adicciones entre los grupos más vulnerables, pero también entre los grupos de poder regional.
El ejemplo más reciente es la novela del escritor sinaloense Élmer Mendoza (Culiacán, 1949), El amante de Janis Joplin, en la que al explosivo tema del narcotráfico, ayunta la pasión del beisbol, los trasiegos de enervantes por la guerrilla sesentera en bendita alianza con el narco, la fugaz aparición de la legendaria cantante del rock ácido, la Bruja Cósmica; la delincuencia organizada en la figura de los representantes de la ley, la tortura a los sedicentes y la impunidad otorgada a los órganos de seguridad. Con esos elementos hace de El amante de Janis Joplin una novela escrita con el más típico léxico de la época (el contestatario, el caliche y el regional), hábilmente estructurada, impecable en sus diálogos y monólogos entretejidos.
Los personajes (los narcos, los guerrilleros, los judiciales, el capo, los presos comunes; las novias, las amantes y las familias) cumplen a cabalidad su papel de protagonistas o comparsas. Y sus motivaciones (ascenso social, voluntad de cambio, poder) son reales por verosímiles.
Ciertamente, Mendoza redescubre esas zonas al norte de la república donde el narcotráfico ha montado sus reales, regiones de las que difícilmente se podrá erradicar, mientras —así se postula implícitamente en la novela— la demanda estadounidense de paraísos artificiales siga a la alza.
El amante de Janis Joplin es el más certero recuento literario de la avasallante subcultura del narcotráfico en las franjas fronterizas, donde se enseñorea, acampa y se recrea en sus códigos, vestidos y gestualidades, léxico, música y leyes.

El amante de Janis Joplin
Élmer Mendoza
México, Tusquets, 2001, Andanzas, 246 pp.

La novela quincenal

Bajo el signo del ocho rojo

No suele pasar que un hombre al llegar a las siete décadas, decida bautizarse como escritor, escritor de novelas, por lo demás. Es una decisión inusual en el mundo de las humanidades, las ciencias y el resto de los campos del saber humano. Sin embargo, en el crepúsculo de su vida o en el alba de los sueños, Gerardo Unzueta no se arredró ante tal desafío; por el contrario, se fijó una tarea nada mundana: con su personal estilo de narrar, domeñándolo libro tras libro, se trazó una meta más de su vida, por la que espero conquiste la perpetuidad literaria. Por lo demás, ya encontró su registro en la historia, el periodismo y la política militante y parlamentaria.
Conocí a don Gerardo hace unos tres años, cuando apenas había aparecido su novela de iniciación, La Grande y el Diablo (México, Galileo Ediciones, 2001), la cual me obsequió con una firma y su respectiva dedicatoria, mientras bebíamos sendas tazas de café en el Konditori de Insurgentes y Félix Cuevas.
Tuve la fortuna de conocerlo gracias a la siempre amigable intervención de Primitivo Rodríguez Oceguera, el migrantólogo mexicano, querido maestro mío, quien junto a otros miembros prominentes de la Coalición por los Derechos Políticos de los Mexicanos en el Extranjero, me habían invitado a participar en los trabajos germinales que prepararían el surco que cosechó la aprobación del voto de los mexicanos que viven lejos de la suave patria; derechos de acción y representación de los que hablaré más tarde brevemente, pues don Gerardo en su foro periodístico, además de las consejerías y las positivas acciones políticas de su partido, asumieron un papel protagónico en su aprobación legislativa.
Regreso al Konditori. Al momento de entregarme en mano extendida el ejemplar firmado, recuerdo por esos procesos de la memoria agradecida, que me pidió, un poco con esa ansiedad juvenil del escritor primerizo, que le hiciera llegar mis observaciones a su novel novela. Le contesté que sí, un poco obligado por la circunstancia, que sería un grato honor llevarle mis escolios a La Grande…, más atraído por las medallas que luce en el pectoral del combatiente político, que por la fascinación que podría ejercer uno de los cuadros de la más añeja izquierda.
Ahora que me lo encuentro, por las maledicencias del azar, en el plantel Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, luciendo no aquel pinino literario, sino el primer panel de una tarea que se antoja tremenda por abrumadora: novelar en cuatro volúmenes los momentos decisorios de la izquierda mexicana: las décadas sangrientas, fatales, altamente represivas y de victorias pírricas para el estado ejecutor.
Un cuarteto cuyo panel inicial, La Julia y sus dos ataúdes (México, Galileo Ediciones, 2004), arranca con el registro de las batallas sindicales de los camineros, sus victorias y derrotas, idiosincrasia, hábitos gastronómicos y etílicos, fiestas patronales y santoral revolucionario; el segundo, especulo, yo lector, con las fechas que enumeran la solapa izquierda del libro, abordará el movimiento ferrocarrilero de 1958; el tercero, sigo con las especulaciones, estará dedicado a esa cuenta de los años con que se cifra la ignominia y la infamia, 1968, anualidad que, ya desde su enunciación, nos convida de la trama. 1968, año de la desesperanza de una generación, tercer libro donde el autor recogerá sus experiencias vívidas por vividas en la cárcel, la lógica de su militancia, así como la memoranda del movimiento y la predeterminación política de su partido, el ya desaparecido Partido Comunista Mexicano. El siguiente, continúo especulando con las tramas y los argumentos, narraría el primer triunfo electoral de la izquierda mexicana en una elección presidencial, victoria convertida en derrota por las realidades de la ingeniería electrónica y el poder absolutista del priato. 1988, año de Cárdenas.
Dichos episodios nacionales han sido tocados por la pluma, imaginación y novelería de otros escritores que comparten la misma filiación política de Gerardo, aunque sólo mencionaré a unos cuantos, entre ellos a José Revueltas, que en más de una novela los barruntó, pero exigen su lugar las novelas políticas El apando y Los errores; Juan de la Cabada y Gerardo de la Torre, por sus remembranzas del movimiento ferrocarrilero y simpatía por los desposeídos, además de ciertas prosas de René Avilés Fabila. Cabe agregar en este mínimo recuento de temas y autores, algunos pasajes en las memorias de Valentín Campa. Sin embargo, la década inédita en la narrativa mexicana, hasta ahora y según entiendo, es la relativa al año de 1988, pues sigue siendo una cantera virgen. Todavía no nace la novela del 88.
El desafío, entonces, consiste en novelar cuatro décadas de historia y política. De ese tamaño es la empresa que se ha propuesto Gerardo. Cuarteto que, por cierto, exige gritando un nombre, que hoy —para mí y sólo para mí— llamaré como Cuarteto del Ocho Rojo; empero, no quiero que me acusen más tarde de usurpar las funciones del autor, ya que es tarea del tamaulipeco bautizarlo.
Explico el por qué del nombre. Lo bautizo así por el dígito final de las dataciones, el infinito fatal que representan y porque el color simboliza las batallas en el desierto de la izquierda mexicana, que alegraron buena parte del grandioso siglo veinte. Batallas en las que participó, ya lo dije arriba, Gerardo. Al compendiar el florilegio de esos días, él se convertirá en una de las referencias obligadas en la reconstrucción histórica de las referidas décadas.
Antes de comentar el primer movimiento narrativo, quisiera bocetarles una semblanza de Gerardo Unzueta, nacido en Tampico (Tamaulipas) en 1925, quien además de militante comunista, asesor legislativo, editorialista, diputado, editor y ensayista político, abogó en su columna y actuó en consecuencia, para que se hiciera realidad política lo que el precepto constitucional obliga: que los ciudadanos de la diáspora mexicana puedan sufragar y ser electos en los procesos electorales de la nación. Derecho convertido en una realidad hace dos semanas, al aprobar mayoritariamente la Cámara de Diputados el voto postal de los mexicanos que, huyendo de la miseria, encontraron en Estados Unidos el pan, la sal y el vestido con que alimentar y arropar a su progenie.
Gerardo, su partido —el PRD— y la facción militante que encabeza su hijo en Chicago, al lado de los grupos, coaliciones, federaciones y asociaciones tuvieron la visión, la voluntad de triunfo y la tenacidad política para lograr una rotunda victoria, por la que se reconoce el papel de los migrantes en el fortalecimiento de la democracia mexicana.
Hasta aquí la semblanza. Ahora vuelvo al cuarteto. A su volumen de apertura.
La Julia y sus dos ataúdes compendia las tribulaciones de los camineros que construyeron la carretera transístmica que une el golfo de México con el océano Pacífico, trazada en la misma ruta geográfica que el imperio quiso construir en tierra nativa lo que más tarde sería, en otro tiempo y espacio, el canal de Panamá. Ellos levantaron la carretera que comunica esos cuerpos de agua que arrullan las costas de Puerto México (Veracruz) y Salina Cruz (Oaxaca).
En ese relato, los camineros son agentes del progreso en sus diversas variantes: económico, social, político y cultural. Se trata de esos hombres sin historia que sólo a través de la literatura encuentran su lugar en la épica sordina de los acontecimientos indocumentados.
El fino oído de Gerardo reconstruye el habla popular de los camineros, que es vivaz, folclórica, mordaz, juguetona y pícara; un habla de camaradas, de gentes de trabajo, materia prima de la reconstrucción histórica de La Julia…
Los camineros tienen la misma proyección y perfil de los personajes literarios de Marcel Schwob: humildes, abnegados en su lucha, silvestres, coloquiales en sus identidades, sólo escuchen sus nombres: Chayo, Chicles, David, la Julia, Diablo, etc… Hasta incluso la Grande, protagonista de la primera novela y, por extensión, el Diablo, el otro personaje que vitaliza el relato. Todos ellos están animados por la voluntad de saber, el afán de justicia y la poética de la liberación que despierta los anhelos del oprimido.
Es justamente ahí, en el afán de redención, donde se encuentra el socavón más desafiante, pues el autor en ciertos pasajes explicativos pierde el impulso narrativo, tropieza con ellos y, al erguirse para continuar con el relato, nada más hilvana con la hebra del editorialista, interpela a sus adversarios políticos o explica pasajes de la historia mundial con la inteligencia del analista político que documenta realidades sociales; o bien, en otro momento, disecciona una problemática social para informar, educar y consensar con el público cautivo que lo sigue en sus páginas sabatinas de El Universal. La ficción narrativa no comulga con el análisis político, aun tratándose de una novela histórica, como se pretende la de marras.
De igual modo, La Grande y el Diablo comparte el mismo pecado de origen: el analista político se desboca por la trama, relegando al memorialista, usurpando las funciones del narrador en tercera persona que debe cumplir con su cometido intrínseco: recrear el sustrato autobiográfico con que ha sido amasada esta novela de iniciación literaria. Pecadillo por el que se transita alegremente, pues uno de sus polos de atracción radica en los sujetos reales —la abuela de Gerardo y él mismo— que prestan su personalidad, hechos de vida y modos de habla a los protagonistas de esta ficción.
Concluyo mencionando dos hallazgos de las novelas: la recreación del habla popular con que han sido amasadas las dos novelas, lo que las dota de amenidad, gracia y humorismo, así como el registro de vida de los militantes, pero sobre todo, los códigos deontológicos con que regían sus combates políticos e ideológicos, costumbres, organización sindical y métodos de autodefensa.
Don Gerardo, ahora le entrego de viva voz mi escolio a los tomos de avanzada que darán forma a ese cuarteto de los episodios nacionales, cuya cifra es la marca incandescente del ocho rojo, aunque éste no se convierte en un infinito fatal.
Camarada Unzueta, espero haber cumplido mi promesa, saldado mi deuda y refrendado la palabra empeñada.
Enhorabuena.

Chicanalias