miércoles, 29 de agosto de 2007

Crónicas

La paz de los estantes (Dedicatorias a Manuel Maples Arce)


Javier Perucho

Los libros que se conservan de lo que fue la biblioteca personal de Manuel Maples Arce, están resguardados en el Fondo Reservado que la Biblioteca Rubén Bonifaz Nuño, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam, abrió en honor del embajador y poeta estridentista. Este acervo se encuentra parcialmente clasificado y relativamente bien conservado si consideramos la edad, traslados y materiales con que fueron elaborados los libros que lo integran, al cual lo custodian, a izquierda y derecha, los fondos dedicados al siglo xix y a Bernardo Ortiz de Montellano. Rastrear y comentar las dedicatorias estampadas en sus ejemplares, es el propósito de este comentario.
Tuve acceso al Fondo Maples Arce por la gentileza de la doctora Belem Clark de Lara, a quien agradezco su venia y las orientaciones documentales.
A este breve acervo (ordenado en un estante metálico de 14 repisas, con aproximadamente 800 libros) lo encabeza la edición francesa de la Poética de Aristóteles (Société d’Édition Les Belles Lettres, 1932), en un tiraje limitado de “exemplaires sur papier pur fil Lafuma numérotés à la presse de 1 à 100”, aunque no contiene ningún folio que indique el número del ejemplar. En ese orden vertical de los libros, le sigue Claroscuro del sueño (San Luis Potosí, 1972), de Manuel Lara Hernández, quien lo dedicó al poeta en estos términos: “A don Manuel Maples Arce, ejemplo permanente de poesía joven. 5 de septiembre de 1973.” Firma en tinta negra, en preciosa letra manuscrita. Sigue Pájaro cascabel. Adán en sombra, de Margarita Paz Paredes, en cuya portada destaca un dibujo de dos animales fantásticos con rostro de fémina, alas, garras y cola, debido a las ensoñaciones de Leonora Carrington. En escritura que sigue una línea ascendente, la poetisa estampó, “Para el gran poeta Manuel Maples Arce, con lo mejor de mi estimación y afecto”, luego dos jeroglíficos con una transversal que separa el año (1964); se trata de una plaquette al cuidado editorial de Luis Mario Schneider y la autora; no obstante su dedicación editorial, una mano, presumiblemente la del poeta estridentista, enmendó erratas y estilo, verbigracia, corrige el nombre de la pintora, que en el colofón aparece como “Eleonora”; en el poema “Oración por la poesía”, donde ella escribió en el primer verso “Quiero humillarte a ti…”, la caligrafía de Maples Arce enmendó “Quiero humillarme a ti…”.
Continúa otra plaqueta, Barricada, con prólogo de José Mancisidor, de José Muñoz Cota, quien así se la dedica en tinta roja: “Camarada Maples Arce. Con el saludo cordial de…”, y sigue su firma. Como es un folleto todavía sin refinar, supongo que nadie lo ha leído, ni siquiera el camarada Maples.
Me llama la atención, por el lugar que ocupa en la secuencia libresca, José Revueltas, una literatura del “lado moridor”, que contiene esta dedicatoria, en letra de escolapio: “Para Don Manuel Maples Arce, por el gusto de conocerlo y de compartir su conversación. E. E. Marzo 6 de 1981.”
En Bajo el sol del trópico, el tabasqueño Samuel Espadas Centeno, aparte de dedicarle el folleto, reproduce una carta (21 de marzo de 1957) dirigida al embajador Maples Arce, entonces radicado en Otawa. Epístola que encierra las rutinas del cónsul, “La diplomacia es la dueña de tu destino. En esa carrera que ata lazos se vigorizó tu trayectoria. Tu misión no es sólo de recepciones y conmemoraciones, comprendidas en el programa de tu representación, sino de estudio y producción, de propaganda y defensa, de difusión de libros, de intercambios comerciales y de finalidades artísticas.”
La nostalgia por los tiempos idos se expresa en las palabras de J. M. González de Mendoza en su libro Las etapas del nómade: “A Manuel Maples Arce, en cordial recuerdo de los ya lejanos días parisinos, con el viejo afecto de su amigo: el Abate de Mendoza. 15. ix. 1946.”
Los libros de este fondo registran el tránsito latinoamericano, europeo y asiático, cuyos pies de imprenta señalan la errancia diplomática del poeta: Panamá. Montevideo. Madrid. Tokio. La Habana. Kobe. Quito. Caracas. Bogotá. Santiago.
El libro de cuentos Un hombre muerto a puntapiés (Quito, 1927), todavía conserva la tiza azul de la dedicatoria, “A Manuel Maples Arce, con admiración para su obra de revolucionario y de poeta. Pablo Palacio. Quito.”
Otro ejemplar que inicialmente me sorprende —¿qué anda haciendo entre los libros del poeta?—, es El sistema político mexicano, en la edición de Mortiz, que aún conserva la etiqueta de la librería donde fue adquirido —la Salvador Allende de Copilco— y el precio —20 pesos—, aunque a éste ninguna marca lo personaliza.
La guayaba, de Miguel N. Lira, no guarda dedicatoria o firma laguna, pero lleva un colofón que preludia las invasiones del realismo mágico: “Este libro se imprimió en la Editorial del Gobierno de Tlaxcala, en enero de mil novecientos veintisiete, dos meses después de que la ciudad se llenó del olor de las guayabas.” Sigue otro ejemplar, encuadernado en percalina azul, de Poesía (1924 a 1945), en el que Elías Nandino recoge nueve de sus libros y donde escribió parcamente en una blanca: “Para el poeta Maples Arce, con la amistad de Elías Nandino. 1949.” En la siguiente página par se reproduce un retrato a lápiz firmado por Julio Castellanos, en el que Nandino, en la plenitud de su vida, mira fijamente al pintor, la mano izquierda reposando sobre el descanso del sillón y la derecha, sobre la pierna.
En la tercera de forros de Impresiones musicales, su autor escribe un elogio desgastado: “Para el licenciado Manuel Maples Arce, poeta de grandes vuelos e intelectual de vastos horizontes, quien ha prestigiado a México dentro y fuera del país, con la profundamente arraigada estimación de Salomón Kakan. México, D.F., a 7 de agosto de 1956.” Por su parte, la periodista Georgina Durand, en el libro que sigue, estampa su autógrafo en Mis entrevistas: “Al Excimo. Embajador de México, Sr. Manuel Maples Arce, en recuerdo afectuosísimo de la autora para el representante de un país que todos los chilenos llevamos en el corazón. Atentamente, Georgina Durand. Ago. 11-v-50.”
En Teoría de la patria, Rodrigo Miró Suator revela en el subtítulo las preocupaciones de la época (1947): Notas y ensayos sobre literatura panameña seguidos de tres ensayos de interpretación histórica, quien estampó en la falsa, “Para el poeta Manuel Maples Arce, ilustre embajador de México, con la simpatía cordial de (rúbrica). Panamá. Junio-15-48.”
Aurora Marya Saavedra escribió en la página blanca de Ni sin tiempo ni dolor: “Con antiguo y grande respeto, al maestro Manuel Maples Arce, en espera de su aprobación. Cordialmente…”, y sigue el garabato de la firma.
En este acervo sobrevive un ejemplar de Ernesto Cortés Juárez, obra retrospectiva de grabado, que reproduce una selección de los grabados expuestos en Bellas Artes, entre octubre y noviembre de 1970 en la Sala Verde, por el grabador, padre del cuentólogo Jaime Erasto Cortés. Transcribo la dedicatoria: “Querido Manuel: con un cordial saludo.” Rúbrica estampada en tinta negra, trazo rápido y nítida caligrafía.
Armando Solari, “editor de su sola y propia obra”, compuso una Cantata a la memoria de Miguel Hernández, cuyo epígrafe es una vuelta a las consignas desveladas de otros tiempos, “A todos los pueblos de América en esta hora de prueba”. Por supuesto, la dedicatoria también revela las consignas de la utopía: “Al excelentísimo poeta de México y América, Dn. Manuel Maples Arce, este homenaje de admiración desde la otra orilla de Nuestra Patria Grande. Viña del Mar. Mar. 28-ii-50. Rúbrica.”
Perdido entre folletería, revistas diversas y otros papeles de desecho, está Así es Costa Rica. Visión de un mexicano (San José, s.e., 1945), en cuyo primer párrafo del prólogo escribe J. García Monge, “Quiere el licenciado que le haga esta introducción, cuatro palabras. Él manda, yo obedezco”, en el que registra en la página blanca su caprichoso autor: “Al señor Don Manuel Maples Arce, digno embajador de México en Panamá, con el respeto y el aprecio de A. Reyes H. San José, C. R. 10 de agosto de 1945”, firma el entonces jefe de la Oficina Mexicana de Turismo en Centroamérica y cónsul honorario de México, Alfonso Reyes H.
No puedo dar más noticia de los centenares de libros y de sus innumerables dedicatorias. Muchas de ellas fueron manuscritas como fórmulas o expresiones de cortesía. Otro tanto sucede con los ejemplares: hoy son meras curiosidades de arqueólogo literario. Es mejor ya no alebrestar a la polilla y dejar que guarden la paz de los estantes.

Chicanalia

A la espera del alba
Javier Perucho
La recepción de la literatura y el pensamiento chicanos en México ha tenido en las últimas tres décadas constantes vaivenes, ciclos, promociones y nuevos olvidos. En un primer momento a la cultura chicana se le da un fuerte impulso: se proyectan ciclos de cine, se organizan congresos, se le da amplia difusión en los medios y, en el clímax de la cresta, se reflexiona sesuda y académicamente sobre su importancia, vitalidad y aportaciones en el proceso de trasplante de la cultura mexicana, luego se publican las memorias respectivas. Más tarde, inexplicablemente se olvida la literatura chicana. De esta manera, a esperar el arribo de la siguiente ola.
En este nuevo ciclo, los sellos nacionales de mayor impacto social preparan sendas novedades que saldrán de las prensas el segundo trimestre del año. En esta renovada promoción, las casas editoras han vuelto a insertar en sus catálogos autores y obras chicanos, con la exclusiva novedad de que se trata de novelas escritas por mujeres. Son ellas, en el presente, quienes más han contribuido a difundir fuera de su país la literatura chicana.
A esta oleada debemos en parte la publicación de esta “Chicago novelista”, poeta y ensayista, Ana Castillo (Boston, 15 de junio de 1953), de quien hace años —en otro ingrato vaivén de los libros— el cnca publicó aliado con Grijalbo, en tirajes de tres mil ejemplares, en la descatalogada colección Paso del Norte, su novela Las cartas de Mixquiahuala (1994), en traducción de Mónica Mansour y presentación de Gustavo Sainz. En dicha serie acompañaron a Castillo, Estevan Arellano, Óscar Zeta Acosta, Alejandro Morales, Rudolfo Anaya y Ron Arias, quienes conforman hoy el repertorio más sobresaliente de su cultura en Estados Unidos. Después, al claustro del olvido.
Castillo es una autora que escribe sólo en inglés, al contrario de, por ejemplo Lucha Corpi, quien brinca de una lengua a otra en función del género que explora: si aborda un cuento policiaco, empuña su pluma en inglés; si labra un poema, en español. Su obra abarca la novela (Sapogonia, So far from God), el cuento (Loverboys), la poesía (May father was a Toltec) y el ensayo (Massacre of the Dreamers), inéditos todos hasta ahora en nuestra lengua. Repertorio al que debe agregarse su compilación de ensayos marianos, La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe, elaborados ya por los representantes más conspicuos de la literatura y la cultura chicana, ya por mexicanos y latinoamericanos transterrados, entre otros escritores pertenecientes a los más diversos grupos étnicos.
En La diosa de las Américas encontramos ensayos críticos de diversa índole pergeñados por los literatos mexicanos más sensibles al fenómeno guadalupano, muy cercanos a las expresiones de la chicanidad: Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y el artista plástico Felipe Ehrenberg; los compatriotas transterrados que han hecho de su vida en Estados Unidos el asiento de su proyección intelectual: el doctor Francisco González-Crussí en Chicago y Guillermo Gómez-Peña, quien desde Los Ángeles asombra y asusta a sus espectadores anglos con sus performances. El corpus mayor lo conforman los escritores chicanos contemporáneos, de una parte, la intelectualidad feminista: Gloria Anzaldúa, Sandra Cisneros, Denise Chávez, Cherríe Moraga, Pat Mora y Ana Castillo; de la otra, los cronistas del barrio, a saber: Francisco X. Alarcón, Rubén Martínez, Richard Rodríguez y Luis Alfaro. Todos integran un coro de voces, que es indispensable en la república de las letras que se va edificando allende nuestra frontera norte. Voces que dan consistencia al más importante repertorio literario creado por los chicanos en las últimas décadas del siglo xx.
Cierran este inventario mariano Rosario Ferré, Miriam Sagan y Yeye’Woro, cuyos credos, nacionalidades y procedencias geográficas son muy diferentes a los de los mexicanos de la diáspora.
Desnuda mi corazón como una cebolla es la más reciente novela de Ana Castillo, inusualmente traducida al español apenas tres años después de su primera edición en inglés (Doubleday, 1999). Prontitud editorial que debemos considerar ya que la literatura chicana —repito— no es precisamente una de las más agraciadas en la promoción de los nuevos valores, ni mucho menos cuenta con los favores del canon mexicano o estadounidense.
La estructura narrativa y el hilo argumental que sostiene su estructura narrativa son muy sencillos, ninguna aventura estilística o arquitectónica distingue a Desnuda mi corazón como una cebolla; sí, en cambio, la hace diferente la configuración del personaje femenino, su complejidad psicológica y la interacción social de la protagonista. En ella se cuenta la historia de Carmen La Coja, una bailarina de flamenco cuyo rasgo físico es la parálisis de su pierna izquierda, consecuencia de una poliomielitis mal diagnosticada, pero no por su invalidez es menos diestra en la ejecución de su ardiente danza. Asimismo, contiene ciertos elementos a destacar, digamos la proverbial miseria de los mexicanos radicados en Estados Unidos, en este caso en Chicago, aunque este elemento lastra el desarrollo de la historia. Ése es un doloroso elemento para la novelista, que revela su inextinguible origen mexicano; también la distingue una permanente lamentación por la situación extrema en que viven los chicanos y los mexicanos ilegales recién llegados al “paraíso del norte”; el sentido de identidad de los arraigados o expulsados confrontado con el anglosajón, que a su vez es confrontado por la otra vertiente que anima esta ficción: el convivio con otro grupo de excluidos del American dream: los gitanos, un conglomerado social de por sí relegado crónicamente por todas las instituciones. Su intervención da consistencia a la novela, valor social y fundamento estético, pues gira en torno a su vida errabunda, disgregada, aunque sólidamente cohesionada.
Gitanos y mexicanos son los convidados de piedra en el banquete “americano”, quienes en esta ficción son, otra vez, los sujetos del llanto y la miseria; sujetos cuya felicidad y esperanza aguardan su alba.

Ana Castillo
La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe
Compilación e introducción de Ana Castillo, traducción de Mariela Dreyfus, México, Plaza y Janés, 2001, 318 pp.
Ana Castillo
Desnuda mi corazón como una cebolla
Traducción de Ricardo Vinós, México, Alfaguara, 2001, 308 pp.