viernes, 30 de noviembre de 2007

Microcuentística

EL MICRORRELATO MEXICANO: CLÁSICOS Y MODERNOS
FERNANDO VALLS

Javier Perucho, ed., El cuento jíbaro. Antología del microrrelato mexicano,
Ficticia, México, 2006, 164 págs.

México, Argentina y España han sido los países de habla hispana en los que el microrrelato ha tenido un mayor desarrollo, calidad y difusión. Si a estos países les añadimos Estados Unidos, podríamos hablar de prácticamente toda la literatura universal o, al menos, de toda aquella que nos resulta familiar. Entre los grandes escritores mexicanos que ahora nos ocupan se encuentran nada menos que Julio Torri, Edmundo Valadés, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco y Guillermo Samperio, autores todos ellos imprescindibles en cualquier recopilación que pudiera hacerse del microrrelato en castellano. En este volumen se recoge tanto su obra, como la de otros narradores no menos sugestivos. Así, por ejemplo, José de la Colina (nacido en España), Margo Glantz y el más joven Juan Villoro.
Pero, por fortuna, este libro no se limita a ser una antología más al uso, ya que junto a los textos de 56 autores (¡lástima que sólo se nos dé un microrrelato por cabeza!), aparece un prólogo, un epílogo y la correspondiente bibliografía (lamento tener que decir que tan incompleta como arbitraria), así como varios decálogos (algunos de los más célebres dedicados al género y otros encargados expresamente por el autor) sin olvidar un par de antidecálogos, aunque varios de ellos tengan más que ver con el cuento que con el microrrelato.
Citados ya los autores imprescindibles, de sobra conocidos, y sin necesidad de insistir más en ellos –voy a hacer no obstante una excepción con “Relato de Eustolia”, de José Emilio Pacheco–, me gustaría destacar, por su indiscutible calidad, unas cuantas piezas que es muy probable que el lector español desconozca. Son “Taxis y hoteles” (Mónica Lavín), que reutiliza un motivo de El amante, de Pinter; “Cada mujer: un museo” (Luis Humberto Crosthwaite); “Carnicería” (Luis Ignacio Helguera); “El príncipe azul” (Luis Bernardo Pérez) y el texto de Ana Clavel (“Inocencias hitlerianas”). También es preciso llamar la atención sobre un par de narraciones que juegan o bien con el título, como la denominada “Un cuento policíaco, originalmente escrito en alemán, cuyo título es más largo que el cuento mismo” (Javier García-Galiano), o bien con el desenlace, según ocurre en “Fin” (Ricardo Chávez Castañeda). Aunque sólo hubiera sido por su valor literario, ya hubiera merecido la pena haber editado esta antología, que además proporciona una idea bastante creíble sobre cuanto significa hoy el microrrelato mexicano clásico y actual. Así pues, hay que felicitar al autor por haber cumplido con su principal objetivo.
No se nos aclaran, en cambio, los criterios utilizados para componer la presente antología, como tampoco acabo de comprender qué orden guardan los textos. Sorprende, por otra parte, la cantidad de piezas, hasta un total de ocho, en las que se produce la reescritura de algún episodio de la historia o de la literatura. Y no escasean tampoco las que exaltan las virtudes del relato oral; o las que se ocupan del doble (“Conocí a un hombre”, de Jaime Moreno Villarreal); utilizan la hipálage (“Por ventura”, de Marcial Fernández) y la parodia (el de Otto-Raúl González trata de los agradecimientos que aparecen en los libros), procedimientos todos ellos habituales en el género. Aunque, para mi gusto, el microrrelato más curioso y sorprendente sea “Susana y la piedra”, de Ignacio Betancourt.
Tampoco puedo dejar de decir que la edición es tan atractiva y cuidada como todas las de Ficticia, lo que debe ponerse en el haber de su editor, Marcial Fernández, también afortunado cultivador de este género en auge.

(Reseña publicada en la revista Mercurio (Sevilla, España), núm. 92, julio-agosto de 2007, p. 32.)

jueves, 20 de septiembre de 2007

Ensayística

Los motivos de Caín, 50 años

Javier Perucho
Publicada por el Fondo de Cultura Popular, AC, el 20 de septiembre de 1957 apareció impresa en los talleres de la Tipográfica Impulso, la novela de José Revueltas Los motivos de Caín, que en 94 folios recrea la odisea de Jack, el protagonista chicano, que combate en las filas del ejército norteamericano a las tropas japonesas asentadas en una isla del Pacífico.
Hoy José Revueltas es un escritor olvidado por la república literaria mexicana, este aniversario es la más propicia ocasión de lectura para acercarse a esta ficción única en el panorama novelar del medio siglo xx, pues se trata de uno de los escasísimos ejemplos de relatos bélicos existentes en la literatura mexicana.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Chicanalia

Aportaciones culturales de la diáspora mexicana

Javier Perucho
Bajo la presidencia del señor Lic. Rafael de Zayas Enríquez, cónsul de México en San Francisco, Cal., se han estado reuniendo nuestros paisanos allí residentes con objeto de acordar la mejor manera de celebrar con toda pompa el glorioso aniversario de nuestra Independencia, habiendo reunido en suscripción para el objeto indicado más de $500.00.
“Patriotismo de los mexicanos”, en El Progresista, Ensenada, septiembre 6 de 1903.


Los herederos del Bravo
La migración y la cultura. Han vivido allá, en las márgenes del río, desde antes de que se firmara el tratado de Guadalupe Hidalgo. Están ahí desde las primeras décadas de la colonia. Son los habitantes originarios de las tierras fronterizas. Pioneros en domeñar los agrestes confines de la patria. Por los asentamientos humanos de origen hispánico que todavía se extienden de California a Florida, conformaron la base misma de la fundación de Estados Unidos.
Esos mexicanos en la Unión Americana en la actualidad son una presencia inocultable, una “hispanidad norteamericana anterior a [la sola idea de] Estados Unidos”, afirma Carlos Fuentes en “Mexicanos en EE UU: la reconquista silenciosa”, y que apostillo entre corchetes.
Al arrebatar el imperio la mitad de sus territorios a una república en ciernes, los mexicanos permanecieron en aquellas lejanas tierras, no sin sobresaltos, es cierto. Sobrevivieron al despojo, al desprecio y la humillación del anglosajón, al abandono de sus gobernantes, a la desidia de las instituciones.
Por las refriegas y contiendas de la revolución mexicana, una nueva ola migratoria de compatriotas tuvo como destino inmediato los territorios circunvecinos al norte mexicano; y los estados sureños fueron convertidos en santuario por los revolucionarios, y Vía de escape y tránsito por los refugiados que huían de la leva, los acosos y las incursiones militares de los bandos en pugna. Se asentaron, entonces, al otro lado de la línea fronteriza, en una geografía y un espacio que en otro tiempo les había pertenecido.
La segunda conflagración mundial fue otro de los imanes que succionó a cientos de miles de trabajadores mexicanos para laborar para la economía de guerra estadounidense, reemplazando a los hijos del tío Sam que luchaban en los frentes de guerra, en los que también nuestros compatriotas se enrolaron, combatieron y derramaron sangre por sangre, luchando codo a codo con los otros milicianos aliados a nombre de la patria de las siglas.
Ésos fueron, grosso modo, algunos de los principales factores de atracción que persuadieron a los migrantes mexicanos, sumados a la miseria y la estulticia del gobernante en turno, hasta la década de los años sesenta.
Los respectivos factores de expulsión que le corresponden al antiguo régimen, a la blanda dictadura del priato, remiten principalmente a sus ficciones políticas: la bonanza petrolera, la apertura democrática, el ingreso al primer mundo… Los de la transición todavía están por verse, aunque ya se prefiguran sus líneas argumentales, que siguen aplicadamente los esbozados arriba, aunque se ha añadido el supuesto de la heroicidad de los “paisanos”.
Así, la suma de esas atracciones y expulsiones dio origen a un conglomerado humano que asciende a la extraordinaria demografía de entre nueve y veinte millones de mexicanos asentados en territorio estadounidense, arraigados ya no sólo en los estados tradicionalmente receptores (California, Texas, Arizona), sino transplantados en los más distantes (Connecticut, Nueva York, Illinois) e incluso han llegado a Canadá (Vancouver, Ancorage). Diáspora que proporciona, hoy en día, a las arcas nacionales la segunda fuente de divisas; la primera proviene de los recursos del petróleo, y la tercera, de la derrama monetaria del turismo.
Esa demografía y fuentes de riqueza nacionales no encuentran su correlato en la respectiva igualdad jurídica y política. Ningún conciudadano residente en el extranjero en Estados Unidos, Oceanía, África o ya en Europa, tiene hasta ahora derecho al voto y a la representación política en su patria nativa; es decir, a sufragar y a ser votado, a pesar de ser derechos consagrados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, plasmados en los artículos correlativos 35 y 36, pero no realizados formalmente en su práctica cívica. Ésos son dos de los principales derechos conculcados desde que el primer migrante mexicano andando cruzó la frontera en busca de sustento.


Aportaciones de los migrantes a la cultura mexicana
Esa inmensa demografía desarraigada también ha dado origen, engendrado, publicado o inspirado algunos de los libros capitales del siglo xx mexicano, que se han escrito o publicado principalmente en esa geografía cordial e inhóspita que ciñe el suroeste de Estados Unidos.
Exiliados por motivos políticos en la Unión Americana, transterrados buscando una vida digna o expulsados por el hambre, en los siglos xix y xx, los mexicanos en su condición de héroes, padres de la patria, escritores y artistas, mandatarios o líderes políticos, han contribuido a la historia, la cultura y el progreso del país con aportaciones invaluables. Aquí se repasan algunas de ellas, relativas a la cultura literaria, la transmisión de las ideas políticas y el progreso científico.
La novela Jicotencal, precursora en las letras mexicanas de la novelística histórica de tema indígena, aunque se creía de autoría anónima ya se demostró que fue escrita por un cubano —José María Heredia, fundador de El Iris, primera revista literaria del México independiente—, salió de la estampa en la ciudad de Filadelfia en 1826, dos tomos de la Imprenta de Guillermo Stavely. Recuérdese bien: Xicoténtatl fue el héroe tlaxcalteca que encabezó la lucha contra Cortés el invasor.
Las metamorfosis de una de las “figuras de la mitología bárbara” que encarnó Joaquín Murrieta, que van de la biografía realizada por el periodista cheroqui John Rolling Ridge (Pájaro Amarillo) a Irineo Paz, luego retomada en uno de los escritos precursores de Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges; tema y sujeto que finalmente heredó Pablo Neruda (Fulgor y muerte de Joaquín Murieta), con quien obtuvo la consagración literaria. La nacionalidad del protohéroe chicano se la disputaban los chilenos a los mexicanos. Disputa que quedó zanjada en Joaquín Murrieta, el patrio, de Manuel Rojas (Baja California, edición de autor, 1986), donde se demuestra documentalmente la nacionalidad del mítico personaje.
La edición príncipe de Los de abajo, de don Mariano Azuela, relato primigenio de la novela de la revolución mexicana, fue impreso en 1916 por la Imprenta Paso del Norte, con domicilio en la ciudad de El Paso, Texas.
De las múltiples y variadas facetas de José Juan Tablada —escritor vanguardista, promotor cultural, panegirista contrarrevolucionario, periodista de combate—, la que interesa comentar aquí es esta última, en la cual se expresa con mayor vigor su condición de crítico social que utiliza a la crónica como soporte de sus parodias y sátiras adobadas con espíritu burlón contra los mexicanos expatriados que se deslumbraban ante el misterio de la cultura anglosajona, aunque no impera únicamente ese tratamiento; hay otros tantos más, como el registro de los avances del progreso o la influencia nociva de lo “americano” en la cultura e idiosincrasia nacionales.
En La Babilonia de Hierro. Crónicas neoyorkinas, Tablada registra los avatares que la cultura nacional resintió y resistió ante los embates de la apabullante cultura “gringa” entre los compatriotas radicados en la urbe de hierro.
La veta en que es preciso detenerse son las crónicas donde se involucra a los mexicanos residentes en Estados Unidos a inicios de la década de los veinte, no sólo como personajes literarios, sino como el principio de realidad que postula a los migrantes en su punto de arribo; además de que Tablada facilita claves para entender el proceso social que padeció la diáspora mexicana ante la asimilación y aculturación de sus tradiciones y costumbres, regionales y nacionales.
En Nueva York, Tablada debía cumplir como cónsul ciertos trabajos encaminados a preservar la buena imagen de México en un tiempo convulsionado, así como difundir la cultura nacional en la metrópoli de las finanzas, principalmente en la prensa diaria. Aunque también una de sus tareas subyacentes era incidir entre los grupos de opinión que determinaban los derroteros de la política estadounidense con el preclaro propósito de acercarlos a la recientemente triunfante causa revolucionaria. Sin embargo, para completar su dieta, impartía clases de francés a niños pertenecientes a las clases acomodadas de ascendencia hispana, como la cubana, de donde procedía su esposa Nina Cabrera. También intentó con mediano éxito un negocio: la distribución y venta de libros en español y francés entre el público latino avecindado en la urbe, desde la Librería de los Latinos. Además, promovió el arte y el entonces floreciente muralismo mexicano.
Para 1921 Tablada sabía perfectamente que la población migrante de origen mexicano radicada en Estados Unidos sumaba un alarmante conglomerado. Alarmante por la abrumadora cantidad de expulsados: una “décima parte” de la población de México, basando su juicio en los censos demográficos de la época.
Así, escribió en la crónica “Los mexicanos en Norteamérica”, no sin antes advertir que, para ese entonces, en la cárcel de Sing Sing ya habían ejecutado, por pena de muerte, a unos compatriotas, “¿Es cierto, como un periódico lo afirmó recientemente, que en virtud de la fuerza expulsiva de las últimas revoluciones una décima parte de la población de México vive actualmente en Estados Unidos?…”
La ciudad desde donde escribía sus crónicas, Nueva York, está considerablemente distante de la frontera sur de México, lo que no podría decirse de Los Ángeles o San Antonio, centros urbanos que han sido naturales receptores del flujo migratorio. Aquella ciudad, para entonces, quedaba en la más remota lejanía para el mexicano promedio que huía de los furores de la revuelta o se exiliaban en pos de una calidad de vida que no les podía proporcionar las instituciones nacionales.
Tablada reproduce un alarmante informe periodístico de los años veinte, que transcribo por el interés que pueda despertar por el censo que sustenta: “La población mexicana en los principales estados fronterizos, es como sigue: Texas, 450,000; Nuevo México, 220,000; Arizona, 100,000; California, 250,000. Además, la población mexicana se cuenta por millares en los siguientes estados: Colorado, Nevada, Idaho, Kansas, Oklahoma, Indiana, Illinois, Pennsylvania, Michigan, New York, New England y otros en el Este y el Oeste. Sólo la colonia mexicana en San Antonio Texas, llega a 50,000 y a 30,000 la de Los Ángeles.”
En ese apresurado inventario poblacional puede verse que los principales asentamientos coinciden con las antiguas posesiones mexicanas, las cuales por el tratado de Guadalupe Hidalgo pasaron al dominio estadounidense. La recolonización o la reconquista, ciertamente, no han cesado. Tribulaciones de la hispanidad en los confines.
Por otra parte, estas crónicas sirven para documentar los primeros asentamientos mexicanos (1920) en ese remoto lugar llamado La Gran Manzana. Son útiles también para constatar las principales fuentes de empleo donde se aplicaron los paisanos: el tendido de las vías del ferrocarril y los campos de cultivo. Detalle laboral que nos facilita un indicio de la configuración social de los compatriotas; es decir, se trataba de ciudadanos con escasa escolaridad; en síntesis, mano de obra barata.
Registra Tablada: “En todos los campos de trabajo, los mexicanos han sabido hacerse lugar. En 1920, el F.C. de Santa Fe tenía en sus diferentes líneas a… 6,077 trabajadores mexicanos. En otras líneas de la costa y del Este el mismo F.C. empleaba a 8,200 mexicanos.
”Otros muchos ferrocarriles como el [de] Pennsylvania y los del Oeste y Sudoeste, dependen del trabajo mexicano.
”En el cultivo de la remolacha, el mexicano ha llegado a ser casi indispensable.”
A las labores de la azúcar de remolacha, no sólo se dedicaban los compatriotas —en ese entonces e incluso ahora—: “mientras que en la Carolina del Sur nuestro compatriota no confina sus actividades a la industria de la azúcar de remolacha. Puede vérsele trabajando en las huertas de naranja, atareado en los plantíos de nogales de Nueva Inglaterra o dominando las culturas de alubias de aquel rico estado, no habiendo clase alguna de frutos de la tierra, en cuya producción o distribución no prepondere el mexicano.
”Alrededor de Los Ángeles y en otros centros, nuestros paisanos han sido empleados recientemente en la floricultura comercial y se descubrió que eran excepcionalmente aptos para [este] delicado arte.
”En muchos estados del Oeste, como Arizona, New Mexico, Texas, Colorado y los más septentrionales, cow boys o vaqueros mexicanos cuidan de innumerables millares de reses y pastores mexicanos vigilan multitudes de ganado menor. La soledad de estas ocupaciones no intimida a los mexicanos, que sin quejarse llevan a sus ovejas a las más intrincadas serranías, mientras que los demás trabajadores se rehusan a hacerlo.” Parágrafos que harían pensar que Tablada estaba promoviendo denodadamente la contratación de mano de obra barata mexicana, pero también pueden leerse como un elogio y alabanza al trabajador mexicano, contratado allende la frontera y en ejercicio laboral.
También las crónicas de Tablada documentan los porqués sociales de la migración, así como el trasplante y la asimilación de los mexicanos en Estados Unidos. Ahí expone las razones sociopolíticas del éxodo, registra las cuitas de los transterrados y anota los placeres de la feria de la vida en el paraíso del Norte.
A fines de la década de los veinte del siglo pasado, en la ciudad de Los Ángeles, el periodista Daniel Venegas publicó en un periódico local Las aventuras de Don Chipote o cuando los pericos mamen. El de Venegas representa un caso particular, pues se trata de un escritor olvidado por la historiografía literaria y la academia mexicanas y excluido del canon literario; no sucede lo mismo entre los especialistas chicanos, que han visto en esa novela picaresca el germen moderno de sus expresiones literarias. Apunta Venegas las razones del éxodo, en voz del protagonista, don Chipote: “El Paso, la ciudad americana desde donde el emigrante mexicano puede ver y suspirarle al terruño, el que por desgracia suya y por las ambiciones de nuestros revolucionarios se ve obligado a dejar, es uno de los puestos por donde más se ha despoblado México. En esta población, en donde miles de braceros mexicanos llegan con la esperanza de poner término a la miseria sufrida y en donde tanto político ha encontrado amparo contra las persecuciones del partido triunfante, fue donde se encontró don Chipote en compañía de los otros compatriotas que eran arrojados por la desgracia de no poder vivir en su propia tierra, que engañados por el brillo del dólar, la abandonaban para venir a sufrir más.” Hasta aquí Venegas. La persecución política terminó, pero las razones del éxodo todavía no cesan.
Corresponde el turno al novelista jalisciense Agustín Yáñez quien registra en el capítulo “Los norteños” de Al filo del agua los avatares de los migrantes a su regreso a la patria nativa y su papel altamente positivo como agentes de cambio en el orden social establecido en su terruño.
De igual modo, la obra mayor de Martín Luis Guzmán fue proyectada en una habitación de hotel rentada por el autor de Ulises criollo, en tránsito por “tierra yanqui”, como tituló don Justo Sierra en 1897 a sus diarios de viaje por Estados Unidos, Viajes por tierra yankee.
En El águila y la serpiente se da noticia, como al pasar, sobre la presencia de José Vasconcelos en el purgatorio de su exilio sanantonense, quien además dio alojamiento en su casa a Martín Luis Guzmán; ambos compartieron las comodidades del hotel Saint Anthony, en San Antonio, Texas; ahí, mientras uno concebía su apostolado, el otro gestaba la escritura de El águila y la serpiente.
La autobiografía del caudillo cultural de la revolución mexicana tuvo como escenario de inspiración esos mismos territorios. Por cierto, en ella Vasconcelos dibuja de un plumazo el perfil del pocho, esa figura repulsiva que ha servido para legitimar un orden clasista, “un equivalente del tipo que en Texas se llama encartado, híbrido por la sangre, raras veces, porque el conquistador anglosajón no se mezcla con los sometidos; pero siempre un mestizo de alma, fruto de propaganda de asimilación cultural insistente y hábil”.
Los motivos de Caín, que cumple este 2007 cincuenta años de su publicación, de José Revueltas conforma uno de los escasísimos relatos bélicos que pueden localizarse en la narrativa mexicana contemporánea. Novela inspirada por un ex combatiente chicano que participó en la guerra de Corea, quien en el relato asume la personalidad, en un universo alucinado, de Jack Mendoza, protagonista al que el autor duranguense conoció en uno de sus viajes a Estados Unidos, en los lindes fronterizos entre Tijuana y Los Ángeles, según confiesa en Las evocaciones requeridas, las memorias de desolación de una inteligencia aguda.
En esas páginas autobiográficas, Revueltas rememora la influencia de la moda de los pachucos entre los jóvenes de la ciudad y la provincia: “Antes pues de saludar siquiera a su familia, directamente de la estación —en la que encarga su equipaje— se dirige a la plaza de armas, donde, parado en una esquina, ofrece al asombro de quien lo vea el lucimiento de su figura, ataviada con las más características galas de la moda capitalina de entonces: pantalón angosto en las extremidades inferiores y muy ancho en la cintura, saco holgado y de prominentes hombreras, cadena que forma columpio del cinturón a las rodillas, camisa de color agresivo y detonante, y por último, un sombrero de fieltro encima de la nuca, al que no le faltaba, por supuesto, su consabida pluma de colores. En fin, que mi conocido iba vestido de pachuco. El efecto que causa es nada menos que el esperado y la gente va y viene con una admiración que llega al pasmo. Pero no bien transcurrida media hora, avisado de la presencia de su hijo, el padre de mi conocido aparece en la plaza de armas. Todo es mirar al muchacho y se lanza hacia él para, sin que medie al menos una palabra de saludo, asestarle en pleno rostro una bofetada. Estupefacto ante algo tan imprevisto, el joven pachuco pregunta a su padre la razón de que lo castigue en esa forma. —¿Y todavía te atreves a preguntarlo, vaquetón éste —contrarreplica el padre, trémulo de indignación—, como si no lo supieras tú mejor que naiden? ¡Por redículo! Te pego por lo redículo que te miras y orita mismo te vas a la casa pa que te quites esas visiones de ropa que llevas encima y te pongas como la gente…”. Incluso en nuestros días, en Estados Unidos y México la influencia chicana, hija del pachuquismo, se deja ver en las pintas callejeras, el revival muralístico de los barrios y freeways, entre otras expresiones culturales de raigambre juvenil y popular.
Esas formas de atracción y repulsión también llamaron la atención de Octavio Paz, así que por qué dejar en el olvido El laberinto de la soledad, summa cum laude de la filosofía de la mexicanidad, libro que fue concebido por Octavio Paz en la ciudad de Los Ángeles. El capítulo de apertura está dedicado a “Los pachucos y otros extremos”, que fue inspirado por los disturbios entre pachucos y marines, trasunto de la película chicana Zoot Zuit, dirigida por Luis Valdez.
Aunque se trata de un escritor itinerante, Carlos Fuentes a su manera es un intelectual migrante; es una de las grandes figuras vigesímicas —en compañía de Federico Gamboa, José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz— que ha vivido largas temporadas en Estados Unidos, incluso desde su infancia; o residido ahí por motivos laborales.
Los cuatro recibieron la enseñanza primaria o universitaria en Nueva York (Gamboa), San Antonio (Vasconcelos), Los Ángeles (Paz) y Washington (Fuentes). Un dato adicional: los tres últimos fueron recipientarios de sendas distinciones académicas, y han sido catedráticos de las más prestigiadas universidades estadounidenses.
Cualquiera de los libros de Fuentes, de La región más transparente a La frontera de cristal, puede darnos noticia de las cuitas de los mexicanos que radican en Estados Unidos, así como de los chicanos y méxico-americanos. Asimismo, en ellos se documenta en términos literarios la avalancha de la cultura angloestadounidense sobre México.
Emigrado de la colonia Portales, en el Distrito Federal, el doctor Francisco González Crussí, renombrado patólogo internacional con residencia en Chicago, Illinois, ha hecho del ensayo literario inglés uno de los más sobresalientes géneros literarios de la fugaz actualidad, distinción que se percibe en cualquiera de los libros suyos que se visite, desde Notas de un anatomista, Partir es morir un poco, Día de muertos a Mors repentina.
Por su parte, el novelista Gustavo Sainz, desde la Universidad de Albuquerque (Arizona), ha contribuido sobremanera a la traducción, publicación y difusión en México de las novelas que la república literaria chicana pergeñó hasta los años ochenta del siglo xx. A él se debe la fundación de la colección literaria Paso del Norte, ya descatalogada de los fondos del Conaculta.
Otros escritores contemporáneos, como José Emilio Pacheco en sus microrrelatos, Francisco Hinojosa en sus crónicas Un taxi en L. A. y Mexican Chicago, o Luis Arturo Ramos con sus Crónicas desde el país vecino, elaboran el registro de la vida de los mexicanos, latinos y chicanos que habitan en esa lejana extensión del México peregrino, California e Illinois. Como los trabajadores golondrinos, los seis primeros meses del año Pacheco trabaja como maestro en la Universidad de Maryland; el veracruzano Luis Arturo, desde hace ya muchos años se desempeña como docente en la Universidad de Texas en Austin. No olvido que, más recientemente, desde la Universidad de California en San Diego, también la joven narradora tamaulipeca Cristina Rivera-Garza, está renovando con sus fabulaciones novelescas la institución literaria mexicana. Todos ellos han seguido publicando y escribiendo en y desde Estados Unidos.
Asimismo, infinidad de artistas, cineastas, actores y doctores “mexicanos en Norteamérica”, han aportado al conocimiento universal y a la cultura nacional sólidos y novedosos adelantos. Y qué decir de los científicos, administradores y políticos mexicanos o de ascendencia mexicana que están laborando y ejerciendo sus profesiones en las más diversas instituciones estadounidenses.
Tampoco olvidemos que del seno de esas comunidades mexicanas migrantes ya surgió un Premio Nobel, el de Química, otorgado a Mario Molina en 1994 por sus contribuciones al estudio de los contaminantes atmosféricos.
Y un poco relegado del panteón cívico, un héroe militar, el general Ignacio Zaragoza, que abandonó en Texas hacienda, familia y posesiones para combatir y expulsar al ejército invasor que hollaba el suelo patrio. Y un revolucionario, Ricardo Flores Magón, que desde su exilio contribuyó al derrocamiento del régimen porfirista, y desde San Antonio (Texas) o Saint Louis (Missouri) dispuso los postulados libertarios de la revolución mexicana por medio de Regeneración, una gaceta de combate político que llegó a alcanzar, en sus mejores momentos, el tiraje extraordinario de veintidós mil ejemplares. Un diario de los transterrados que se escribía, editaba, imprimía y distribuía desde Estados Unidos. A no olvidarlo.


Corolario pro voto
Los migrantes mexicanos soportan con sus divisas —diez mil millones de dólares— a la economía nacional, han defendido la soberanía y la unidad territorial de su país; propusieron desde los confines de la patria un nuevo orden político, así como llevado el conocimiento científico a su última frontera, ¿por qué entonces se les sigue negando en la práctica cívica el derecho universal de elegir a sus gobernantes? Debido a ellos el patrimonio cultural de México se ha enriquecido, ¿por qué entonces se les niega la facultad ciudadana de constituirse ellos mismos en representantes legislativos?
Aunque el desplazamiento del antiguo régimen implicó un avance político —justo es reconocerlo—, la democracia mexicana no se consolidará hasta no incluir entre sus deberes y obligaciones la demanda cívica y republicana de millones de connacionales que con ella reivindican la participación política y la plena representación de los mexicanos que viven transterrados de la suave patria.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Microcuentística

El arte del microrrelato
Javier Perucho

La microficción nos obliga a pensar en las formas tradicionales de representación literaria. Implica una nueva puesta en escena de los géneros.
Como ya es costumbre, los autores de microrrelatos han variado tanto los recursos que ya es imposible dar cuenta de ellos. Uno de esos procedimientos, como muestra de su ingenio, es el metacuento, el cuento de otro cuento, estrategia sherezadeana que no le ha sido ajena. Otro es la metaficción, que ha servido a los escritores para reflexionar sobre la literatura en sí misma.
Los recursos narrativos del microrrelato van de la prosa poética, el narrador omnisciente, a la denuncia social, y los componedores de cuentos se valen de la zoología fantástica para recrear conflictos humanos, pero también de la viejísima treta del palimpsesto, el relato montado sobre otro camello narrativo para dar origen a uno más, impensado en el texto madre.
Con las sales del humor y los ácidos de la ironía diluyen en el reino de la ficción el orden social preestablecido, corroen los cánones de convivencia artística y socavan las identidades de los principios de realidad que encarnan los personajes.
La minificción comparte ciertas características con otros géneros donde la brevedad es la máxima de exposición. Así, por ejemplo, la fábula, el aforismo, la greguería o la adivinanza, tienen su virtud en la estricta economía verbal. Economía que no admite despilfarros, escamoteos, fraudes, ni mucho menos operar en números rojos. Por el neoliberalismo de la palabra, la economía de esta literatura no admite saldos negativos.
El microrrelato no es la cruza indiscriminada de los géneros, sino un género nacido en la modernidad, que se gobierna por reglas intrínsecas a él, cuya extensión forma un rasgo supeditado a las normas de la composición literaria, heredadas de la cuentística tradicional; es decir, de los diferentes estatutos narrativos que han conformado un canon, una tradición o una corriente estética.
Ciertamente, el microcuento es afín a las estéticas más innovadoras del siglo xx, y aunque éstas hayan perdido su carácter vanguardista, la microficción sigue teniendo un impulso y un vigor inacabado. De hecho, en el mar de las industrias narrativas, ésta se ha forjado un espacio indisputable, pues ya dispone de un público, el orbe editorial promueve sus antologías, la tradición académica lo ha vuelto objeto de sus acosos críticos, además confecciona programas educativos, y la república literaria se solaza en y con las novelerías de la microficción.

Crónica

El sufragio de Ulises

Javier Perucho

Los hijos del Bravo

En Estados Unidos residen ocho millones y medio de ciudadanos mexicanos, de ellos 3.5 millones viven indocumentados, según un informe de Conapo emitido en marzo de 2000. Otras fuentes aseguran que los expatriados ascienden a diez millones (Comisión de Especialistas, ife, 1998) o a veinte millones, como lo sostienen investigadores mexicanos radicados en EE UU, entre ellos Jesús Martínez Saldaña. Una demografía equivalente a la mitad o al total de la población de la ciudad de México —dependiendo de la fuente en que uno se ampare—, o al quince por ciento del padrón electoral mexicano. Ciertamente, la migración es una sangría de la que acaso el país nunca se recupere.
De manera periódica, 350 mil trabajadores mexicanos buscan empleos temporales en “América”, donde perciben ocho dólares por hora en la industria de la construcción, según el mismo informe. Los hogares mexicanos captaban remesas que ascendían a 6,573 millones de dólares en el 2000 enviadas desde Estados Unidos. Esas divisas representaban hasta ese año, para nuestra economía petrobananera, la tercera fuente de ingresos nacionales después del petróleo y el turismo.
Esos miles de mexicanos que emigran día por día, en el acto mismo de traspasar la frontera, pierden sus derechos de voto y representación. Hasta ahora los ordenamientos jurídicos vigentes no reconocen en la práctica cívica el sufragio ni el ejercicio de representación política de los connacionales que viven en el extranjero, donde quiera que se encuentren, ya sea en Europa, Australia o África.
En Estados Unidos los migrantes mexicanos conforman hoy en día a la comunidad ciudadana más numerosa —de las que integran su crisol— a la que todavía no se le reconoce derecho político alguno. No los tienen en aquel país por su condición de migrantes no naturalizados o indocumentados, tampoco en su patria, a pesar de que conservan su ciudadanía.
Increíblemente, los chicanos y los mexicanos del éxodo han sido olvidados o relegados de los estudios culturales que se realizan en México. Siendo que son, por una parte, la minoría étnica más claramente creativa en el conglomerado racial que da sustento a la vida nacional de Estados Unidos, junto con las comunidades latinas provenientes del Caribe (Cuba, Puerto Rico), Centro (El Salvador, Guatemala) y Sudamérica (Colombia, Argentina, Venezuela). Por la otra, el grado de incidencia que pudieran tener en la elección y rectificación de los derroteros de la ingrata patria que los vio partir.


Los primeros pioneros
Han vivido allá, en las márgenes del río, desde antes de que se firmara el tratado de Guadalupe Hidalgo. Están ahí desde las primeras décadas de la colonia. Son los habitantes originarios de las tierras fronterizas. Pioneros en domeñar los agrestes confines de la patria. Por los asentamientos humanos de origen hispánico que todavía se extienden de California a Florida, conformaron la base misma de la fundación de Estados Unidos.
Esos mexicanos en la Unión Americana en la actualidad son una presencia inocultable, una “hispanidad norteamericana anterior a [la sola idea de] Estados Unidos”, afirma Carlos Fuentes en “Mexicanos en EE UU: la reconquista silenciosa”, y que apostillo entre corchetes.
Al arrebatar el imperio la mitad de sus territorios a una república en ciernes, los mexicanos permanecieron en aquellas lejanas tierras, no sin sobresaltos, es cierto. Sobrevivieron al despojo, al desprecio y la humillación del anglosajón, al abandono de sus gobernantes, a la desidia de las instituciones.
Por las refriegas y contiendas de la revolución mexicana, una nueva ola migratoria de compatriotas tuvo como destino inmediato los territorios circunvecinos al norte mexicano; y los estados sureños fueron convertidos en santuario por los revolucionarios, y Vía de escape y tránsito por los refugiados que huían de la leva, los acosos y las incursiones militares de los bandos en pugna. Se asentaron, entonces, al otro lado de la línea fronteriza, en una geografía y un espacio que en otro tiempo les había pertenecido.
La segunda conflagración mundial fue otro de los imanes que succionó a cientos de miles de trabajadores mexicanos para laborar para la economía de guerra estadounidense, reemplazando a los hijos del tío Sam que luchaban en los frentes de guerra, en los que también nuestros compatriotas se enrolaron, combatieron y derramaron sangre por sangre, luchando codo a codo con los otros milicianos aliados a nombre de la patria de las siglas.
Ésos fueron, grosso modo, algunos de los principales factores de atracción que persuadieron a los migrantes mexicanos, sumados a la miseria y la estulticia del gobernante en turno, hasta la década de los años sesenta.
Los respectivos factores de expulsión que le corresponden al antiguo régimen, a la blanda dictadura del priato, remiten principalmente a sus ficciones políticas: la bonanza petrolera, la apertura democrática, el ingreso al primer mundo… Los de la transición todavía están por verse, aunque ya se prefiguran sus líneas argumentales, que siguen aplicadamente los esbozados arriba, aunque se ha añadido el supuesto de la heroicidad de los “paisanos”.
Así, la suma de esas atracciones y expulsiones dio origen a un conglomerado humano que asciende a la extraordinaria demografía de entre nueve y veinte millones de mexicanos asentados en territorio estadounidense, arraigados ya no sólo en los estados tradicionalmente receptores (California, Texas, Arizona), sino transplantados en los más distantes (Connecticut, Nueva York, Illinois) e incluso han llegado a Canadá (Vancouver, Ancorage). Diáspora que proporciona, hoy en día, a las arcas nacionales la segunda fuente de divisas; la primera proviene de los recursos del petróleo, y la tercera, de la derrama monetaria del turismo.
Esa demografía y fuentes de riqueza nacionales no encuentran su correlato en la respectiva igualdad jurídica y política. Ningún conciudadano residente en el extranjero en Estados Unidos, Oceanía, África o ya en Europa, tiene hasta ahora derecho al voto y a la representación política en su patria nativa; es decir, a sufragar y a ser votado, a pesar de ser derechos consagrados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, plasmados en los artículos correlativos 35 y 36, pero no realizados formalmente en su práctica cívica. Ésos son dos de los principales derechos conculcados desde que el primer migrante mexicano andando cruzó la frontera en busca de sustento.


El voto de los migrantes
Ahora bien, el reconocimiento de los derechos conculcados (el voto y la representación) tiene una dilatada historia que se remonta a la segunda década del siglo xx. Para lograrlo, en marzo del año pasado una delegación de migrantes visitó la ciudad de México a fin de entrevistarse con los protagonistas de la política nacional para demandarles la vigencia de su derecho constitucional. Provenían de los más distantes estados de la Unión (Arizona, California, Illinois, Texas e incluso de Toronto, Canadá), mujeres y hombres con diversas profesiones, oficios y militancias políticas: líderes comunitarios, empresarios, doctores, activistas políticos, profesores. Todos son mexicanos que conservan y preservan tanto su nacionalidad como su ciudadanía. Residen feliz y documentados en Estados Unidos, apesadumbrados por el incierto retorno a la suave patria.
Los integrantes de esa delegación pertenecen a la Coalición por los Derechos Políticos de los Mexicanos en el Extranjero (cdpme), quienes empezaron a llegar la madrugada del martes 12 de marzo del 2002; se hospedaron en casas particulares y hoteles. En su retorno a la patria nativa cada uno de los Ulises solventó sus gastos. Nadie los patrocinó. Tampoco nadie los apadrinó para organizar y cubrir su dilatada agenda política. A la mañana del miércoles 13 sumaron cuarenta exodistas que llegaban del viejo Aztlán a exigir el reconocimiento de sus derechos, encendida la nostalgia del terruño; llegaron asistidos por la verdad y el derecho, pertrechados con el principio de autoridad que otorga la causa justa y la representación política de los mexicanos en el éxodo.
La cdpme es una agrupación política que se conformó en Zacatecas el 1 de diciembre del 2001, para cobijar las demandas políticas de los mexicanos en la diáspora (voto y representación política); sus atributos son la tolerancia, la pluralidad democrática y la inclusión política. Los miembros que la integran están diseminados en la república mexicana y en Estados Unidos.
El documento programático que los aglutina, la Declaración de Zacatecas, asienta que “el reconocimiento, defensa y promoción de la dignidad y los derechos humanos, laborales y políticos de las mexicanas y mexicanos que residen en el extranjero son de interés público y constituyen una prioridad nacional”, declara que los derechos políticos deben reconocerse en las leyes correspondientes: “Los cambios constitucionales aprobados por el Congreso de la Unión en l996 sobre la no pérdida de la nacionalidad y el derecho al voto deben reglamentarse en leyes secundarias a fin de que posibiliten su ejercicio. Para ello servirá, además, apoyarse en [los] acuerdos internacionales adoptados por México que se refieren a los derechos de voto y representación política de las ciudadanas y ciudadanos que residen en el extranjero”, apoyados en la arraigada convicción de que el ejercicio del voto y la representación política fortalecerá a la nación, consolidará los avances logrados en los procesos electorales, enriquecerá el sistema de representación y contrapesos del sistema político, y “sobre todo, logrará que se reconozcan, no que se ignoren, la dignidad, derechos y capacidad de las mexicanas y mexicanos en el extranjero para la construcción de un México más fuerte, justo e incluyente”.
Para abrir los espacios de diálogo requeridos, un compacto grupo de trabajo —Primitivo Rodríguez Oceguera, Leticia Calderón Chelius, Gerardo Albino, Gonzalo Badillo, Juan Manuel Sandoval, Vanessa Michel y este relator— con domicilio en la ciudad de México, concertó citas en función de contactos y amistades, organizó conferencias, convocó a la prensa nacional y gringa, limó naturales asperezas entre las personalidades, los protagonistas y los líderes. Radio, televisión y periódicos dieron noticia cierta de los avatares de la delegación en sus encuentros con el Congreso, el Senado, Presidencia, Gobernación, ife y líderes partidistas.
Luego de infructuosas peticiones, la primera actividad de la delegación del miércoles 13, fue una visita a la residencia presidencial, lograda por las gestiones de un exitoso empresario integrante de la coalición. Llegamos en un autobús facilitado por Juan Hernández, ex titular de la Oficina Presidencial para Mexicanos en el Exterior —único favor aceptado, pues nos era imposible desplazar a cuatro decenas de gentes en taxi, microbús o metro, y recibido por el factor financiero: ni haciendo una vaca entre los siete nos alcanzaría para pagarlo.
Allí, en el Salón de Usos Múltiples, mientras nos convidaban café y agua, Juan Hernández saludaba a todos y cada uno, abrazaba, recordaba viejas caras de compatriotas en el exilio. Carlos Olamendi, empresario de California y artífice del encuentro, expuso en forma sucinta los motivos de la visita. Proyecto en mano, le respondió Hernández, quien ofreció su oficina, buenas intenciones y gestión para reconocer el voto de los expatriados. Luego, mientras el anfitrión y sus invitados se tomaban la foto del recuerdo, sin más aviso que la visita apresurada de un ujier militar, se apersonó el mismísimo señor presidente. Compromisos de campaña obligan. Aplausos prolongados. El mismo rito de las manos, el abrazo y el reconocimiento. Jovial aunque cansado, Vicente Fox expresó su beneplácito para lograr el sufragio de los connacionales que viven y trabajan allende el Bravo. Y así como llegó, se fue, previas fotos, saludos y más abrazos. Y aunque no hubo ni codazos ni empujones para acercársele, la simpatía por el ex mandatario fue unánime entre los delegados.
Se fueron huyendo de la miseria y al volver como promotores del voto, son recibidos por el gran Tlatoani en persona y en su propia casa. Sus expectativas quedaron colmadas. Esa recepción fue un benéfico augurio para el resto de las siete casas que faltaba por visitar. La siguiente se encuentra en Bucareli.
Salimos apresurados de Los Pinos para dirigirnos al colonial Palacio de Cobián, donde nos recibió el secretario de Gobernación, Santiago Creel, acompañado por Juan Molinar Horcasitas, José de Jesús Preciado y Juan Hernández, quien se cuela entre la comitiva. Al llegar el jovial ministro no hubo más rito que reconocer a los interlocutores por su nombre ciudadano. El ministro ante los migrantes —cada uno con personalizadores frente a su silla, en la gran mesa rectangular que aloja el Salón Juárez— expresó voluntad política para empujar la demanda ante las instituciones, como otro paso firme y andado de la transición política.
Y como en Presidencia, expuso el asunto otro miembro de la delegación: fue el turno del curtido Raúl Ross Pineda, quien realizó una glosa “de la lucha” sin proclamas, ni consignas, ni demagogia. Una clara exposición de motivos, directa, sin altibajos retóricos. Al centro de la diana. Si no impresionó a los funcionarios, al menos se percataron de las convicciones que animan a estos compitas. Un día después, en una reunión en Dallas (Texas) con los medios hispanos el secretario convalidó su palabra.
Más tarde, en el auditorio del Instituto Mora, se realizó un foro académico animado por Leticia Calderón (una chica linda que me mandó al carambas apenas le sugerí que moderara en minifalda), donde polemizaron los doctores Jesús Martínez Saldaña, por parte de la cdpme; Jorge Santibáñez, director de El Colegio de la Frontera Norte; el ex embajador José Ángel Pescador y el especialista Rodrigo Mora, quienes discutieron la viabilidad del voto, la naturaleza de la representación electoral, las remesas, los costos financieros y políticos en caso de reconocimiento del derecho a votar y ser votados. En las dos horas que duró, se ventilaron las dudas, opiniones de los principales especialistas en la materia, así como las convicciones y anhelos de los representantes de la diáspora.
La jornada duró hasta la madrugada en un hotel de la colonia Juárez, convertido en cuartel, actualizando la agenda, programando las intervenciones, afinando la logística del día siguiente.
Jueves a primera hora. En la Cámara de Diputados asistimos a un foro en el que se ventilaron los derechos políticos de los mexicanos en el extranjero, logrado por las gestiones del siempre animoso Gonzalo Badillo, quien también modera la mesa que reúne a los diputados de los partidos políticos que tienen representación en el Palacio Legislativo (pan, prd, pri, pt, pvem) y, por parte de los emigrados, el multi laureado Rufino Esteban Domínguez Santos, coordinador del Frente Indígena Oaxaqueño Binacional, mixteco con residencia en Fresno, California. Más que tedioso, fue un acto proselitista al que debieron asistir los legisladores para exponer sus carteras políticas. Poca asistencia que se remedia con el público cautivo de los integrantes de la delegación, disgregada parcialmente, ya que sus militantes más elocuentes fueron a cubrir una entrevista en Radio Red con José Gutiérrez Vivó, quien se interesó, según me cuentan, vivamente por el asunto, en una conversación abierta que tuvo buena recepción entre sus radioescuchas.
Al inicio de la tarde, tenemos reunión en la casa hiperlimpia del pan con su dirigencia, previa ingesta de tortas —insípidas, frías y gratuitas— en el comedor de ese instituto político. No llega a la cita prevista su ex presidente, Felipe Bravo Mena, por razones de agenda. Nos despedimos de los anfitriones, no sin antes instruir a varios delegados para que permanezcan ahí hasta que aparezca Bravo Mena. El tiempo se acaba y tenemos otra cita ya concertada en la antigua fortaleza del pri, en otro tiempo imbatible. Arribamos al edificio de San Cosme con puntualidad, pero Roberto Madrazo no se encontraba por razones políticas: tenía reunión con el secretario de Gobernación para abordar el problema de la fructuosa; al menos eso nos dijeron. Nos recibe y habla parte de la recién nombrada dirección; por parte de la coalición modera Gerardo Albino, exponen la demanda Luis de la Garza y Noé González, migrantes ellos mismos e integrantes del cen priísta, adelantados de la propedéutica democrática priísta.
En la otra casa, finalmente apareció el líder del pan, pidió disculpas por el retraso; los compañeros asignados, entre ellos Ross Pineda, le expusieron la naturaleza de la visita a su casa. Reunión que, me comentaron más tarde, fue muy grata, amable y productiva en su definición política.
De la reunión en la sede priísta salimos corriendo a la calle de Monterrey. Edificio envejecido. Puertas abiertas de par en par: ningún guarura, ningún edecán, hormigas obreras en los panales anteriormente visitados. Cero lujos. Apenas agua nos convidaron. Explica la demanda Florencio Zaragoza, quien primero expone las triquiñuelas de ciertos miembros del sol azteca para impedirle que fuera postulado candidato de dicho partido a puesto de elección popular.
La entonces presidenta del partido, Amalia García —atareada en la preparación de las elecciones internas— nos recibió hacia las ocho de la noche. Radiante, expresó su voluntad y convicción de abrir los espacios institucionales para encausar la demanda del sufragio y la representación de los mexicanos en el extranjero, que ascienden a cerca de tres mil votos en el padrón del prd, según una nota escrita a mano en un cachito de papel reciclado que le acercaba uno de sus asesores; ninguna fuerza apabullante, pero tampoco despreciable para un partido que brega para salir del mar de los sargazos en que ha encallado.
Casi a las diez de la noche regresamos al hotel Ejecutivo. Otra vez la jornada terminó a la medianoche.
En la mañana del viernes 15 nos recibieron en la Torre del Caballito. La Comisión de Asuntos Fronterizos abrió sus puertas a la delegación. Un desayuno sesión de trabajo en el que, sin haber campaña de por medio, florecen las promesas, disputas y recriminaciones. Sin embargo, sus integrantes se comprometieron a impulsar la demanda en el pleno del Senado.
Al terminar la sesión, los delegados se dividieron en dos. Unos para ir al ife y otros para acudir a la casona de Xicoténcatl, que abrió justo ese día un nuevo periodo de sesiones y, en un receso del mediodía, los recibiría. Y así fue: Jackson, Fernández de Ceballos, Sodi y Lavara, integrantes de la Junta de Concertación Política, escucharon atentamente las demandas del voto y la representación política, expuestas nerviosamente por Olamendi y Badillo. Parece que las entendieron. Me lo platicó Gonzalo, por que yo me sumé a los compañeros que se dirigieron a Tlalpan.
Al punto del mediodía una docena traspasamos las puertas del ife. Una delegación reducida, ciertamente. Pero hablan Ross y Primitivo con suficiente ahínco como para remediar esa carencia de fuerza numérica. José Woldemberg expone su verdad jurídica: mientras no sea mandatado para organizar elecciones extraterritoriales, la institución a él encomendada está imposibilitada de organizarlas. Despeja incógnitas, aclara cifras, puntualiza costos, menciona procedimientos, obsequia monografías y estudios electorales, que fueron en su momento las más logradas prospectivas del voto en el extranjero. Todo estaba listo; faltaban sólo las instrucciones ejecutivas.
Al término de la sesión con el ciudadano Woldemberg, como tenemos tiempo suficiente vamos a un restaurante de las inmediaciones. Ahí comemos como dios manda por primera vez en lo que va de la gira. Hasta a los choferes del autobús que nos llevan y nos traen por la ciudad les toca torta. Ulises consuma su nostalgia del taco.
El último punto a cubrir de la agenda estaba programado a las seis de la tarde. Ahora sí diezmados, ya que algunos miembros regresaron al país de las siglas (EE UU) la noche anterior o hacia el mediodía del jueves, fuimos a encontrarnos con la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados: Calderón Hinojosa, Narro, Carbajal Moreno, Spezia, Batres, quien se integró ya iniciada la sesión. Dicharachero, jocoso, aunque certero en sus juicios, el ex líder de la bancada panista reconoció aportaciones de los migrantes, la necesidad política de legislar el voto de los expatriados; sugirió mecanismos y aconsejó procedimientos legislativos para la mejor recepción de la demanda planteada. Tomamos nota.
El sábado, a las 8 de la mañana, realizan una grabación en los Estudios Churubusco de una entrevista que se transmitió por Canal 22 en el ya descatalogado programa Sin Fronteras, que dirigía el profesor itamita Rafael Fernández de Castro. Una hora más tarde, conferencia de prensa para despedir y evaluar los trabajos de la delegación. Asistieron seis o siete periodistas de diferentes medios, que tomaron nota y grabaron los dichos de Rodríguez Oceguera y de Martínez Saldaña. De la docena de miembros que permanecieron hasta el sábado, ocho estuvieron en un desayuno programado con el ex coordinador nacional de las Oficinas Estatales de Atención a Migrantes, Mario Riestra, a la que nos integramos terminada la conferencia. No ofrezco detalles porque de la reunión apenas alcancé huevos tibios y café. A su término (14 hrs.), gran comilona en un desolado bar de la Zona Rosa. Convivio en el que reina la camaradería, el optimismo genuino de que pronto se reconocerán jurídicamente los derechos de los compatriotas expulsados. La esperanza se asienta en la convicción de la lucha justa; de los migrantes es la razón, suya la justa demanda. Su reconocimiento tendrá efectos sociales, culturales, políticos y psicológicos hasta ahora impensados entre los “ilegales”, que verán en él una forma de reconocimiento, la dignificación de su maltrecha humanidad, el fortalecimiento de su arraigada nacionalidad, el acercamiento con la patria, el terruño y la tierra nativa.
Del barcito salimos a altas horas de la noche hacia el Gran León para despedirnos con un bailongo reivindicativo, otro brindis entre el gran combo de los coaligados aferrados. Sudados, bailados y casi ebrios, nos despedimos al alba en esa parte del Centro Histórico cada vez más envilecido, silencioso y maloliente.

Chicanalia

Los invisibles

Javier Perucho

Al menos desde la década de los años setenta, los más destacados escritores chicanos se ufanaron en publicar sus libros bajo el sello de editoriales mexicanas. Dichas obras no fueron escritas exclusivamente en español, como en el caso de las de Miguel Méndez o Alejandro Morales, también fueron pergeñadas en inglés como primera lengua, tal fue el caso de Pocho, la novela pionera de José Antonio Villarreal, que en 1972 fue traducida y publicada por la desaparecida editorial Novaro.
Por supuesto, una década atrás la intelectualidad chicana ya se había ocupado y preocupado por ver traducidos y editados sus libros en español mexicano, cuando menos, y en ello empresas como Novaro, El Caballito, Nuestro Tiempo, Extemporáneos y tantas otras desaparecidas del actual panorama cultural mexicano, lograron un papel destacado. En la actualidad esa función cultural la siguen cumpliendo otros sellos editoriales cuya presencia arropa una región o circunda la república, que consideran afablemente a los chicanos, los méxico-americanos y, más recientemente, a los mexicanos que viven en Estados Unidos, compatriotas que huyeron de la “suave patria” por las condiciones de miseria en que habían vivido por lustros.
Sin embargo, por el gobierno de la moda global, la tiranía del mercado y el marketing literario, el reconocimiento que las editoriales nacionales debían a los escritores de ascendencia mexicana arraigados en las tierras del norte americano, se ha desvanecido, por desgracia y para empobrecimiento del diálogo cultural que se había establecido entre la sociedad mexicana y el pueblo chicano.
A pesar de ese desvanecimiento, dichas tareas de cultura las han estado ejerciendo sosegadamente las editoriales de bajo presupuesto, las casas tipográficas independientes, así como las editoriales de las casas de cultura locales, los institutos regionales y estatales, que las sobrellevan con éxito, apegados a la convicción de que si los chicanos ya forjaron una literatura, por lo tanto conforman una comunidad de alta cultura a la que deben dedicarse los mejores afanes en la consideración social, divulgación pública y empeño en el criterio analítico de sus fenómenos artísticos. Más aún en este tiempo político en que constitucionalmente ya es viable el ejercicio del voto transfronterizo, binacional, y la doble nacionalidad exige una atenta deferencia de los conciudadanos radicados en el extranjero.
De esta manera, el sufragio y la representación política que se discute en las cámaras, la inmensa demografía tramontana y su alto poder adquisitivo impondrían las líneas del catálogo a cualquier editorial atenta a las vicisitudes del México peregrino. Del mismo modo, las universidades, las instituciones dedicadas a la promoción de la cultura y la república literaria en algún momento se verán obligadas a reconsiderar ese universo en expansión que representa la mexicanidad alojada al norte del río Bravo.
Por lo tanto, el patrimonio cultural que se realice allende las fronteras nacionales por chicanos, méxico-americanos o mexicanos viviendo en Estados Unidos, también formará parte del acervo artístico de México, puesto que compartiremos en un futuro no muy lejano los mismos derechos ciudadanos, políticos y culturales.
En su dramática historia, los chicanos han forjado una cultura en la que las expresiones literarias han tenido un papel socialmente significativo y sus escritores otro más relevante, pues las circunstancias adversas los convirtieron en líderes sociales que defendieron a su minoría comunitaria. Por ello, con su narrativa han expresado ese intenso batallar de la asimilación o el rechazo. En su cine y drama también nos han participado de su condición de marginados sociales, héroes de una epopeya en la que Ulises aún no vuelve victorioso a la patria nativa. También la poesía fue el vehículo de comunicación que notificó las inclemencias sociales bajo las cuales vivían. No podría esperarse otra cosa del acto literario ni de sus protagonistas cuando socialmente se pretendía subyugar a un pueblo y aniquilar su cultura. Al sometimiento se respondió con el testimonio; al castigo con la fiesta; al aislamiento, con la hermandad. Al silencio hostil, con el habla. En particular, Renato Rosaldo les respondió con una plegaria.
Tradicionalmente, a la poesía chicana la hemos asociado con la combinatoria de dos lenguas en contacto: el inglés (la lengua de recepción) y el español (la correa de transmisión de las tradiciones, la idiosincrasia y la fraternidad). Sin embargo, de un tiempo a esta parte esa estrategia literaria ha sido matizada por sus practicantes para sopesar su hallazgo lírico, el aporte poemático, la innovación artística. O bien, como en el caso de Lucha Corpi y Renato Rosaldo, por mencionar un par de ejemplos en ejercicio poético de rigor, presentar el poemario en una edición bilingüe. Una destreza editorial para mí novedosa y propositiva, reservada de antaño a los poetas de otras latitudes y otras lenguas, cercanas o remotas.
En su escritura diaria, Corpi concibe sus poemas en español, pero cuando domeña sus cuentos y ensayos, o acomete la filigrana de una de sus novelas policiacas, recurre invariablemente al inglés; en el caso de Renato, intuyo que para tramar sus ensayos antropológicos de estirpe filosófica, se vale del inglés, e infiero por la página legal y el colofón de Rezo a la Mujer Araña, los cuales no proporcionan el crédito del traductor, que se confedera con la lengua de sus antepasados para configurar el universo de su poesía.
Universo poblado de seres quiméricos; es decir, de los invisibles que pueblan las calles en Norteamérica: el taxista, el jardinero, los mexicanos, el jánitor, quienes expresan a través de esta poesía los signos inequívocos de una mexicanidad fracturada, pero también muestran el respeto ganado, el honor de las cofradías, la exigencia del reconocimiento propio y ajeno. La amistad entre camaradas. Los asuntos de la vida y la muerte. La aniquilación del cuerpo por el sosegado transcurrir del tiempo. Y detrás de todos esos asuntos —sobre todo en la primera parte, “Los invisibles”—, como una filtración de agua en piedra porosa, la sapiencia del antropólogo, las tareas y nubarrones del académico, sus condiciones de paternidad. Experiencias y sustratos que dan un rasgo distintivo a la escritura poética de Rosaldo.
Tal escritura se vale para su amasamiento del coloquialismo, del diálogo ameno, y del cada vez más usual estilo indirecto en la poesía. El prosaísmo es otro de sus recursos, como la muy mesurada utilización de la mixtura idiomática, aunque se recurre obligadamente a ella, sobre todo cuando se trata de rendir tributo al chicanísimo poeta José Antonio Burciaga.
No apunto nada sobre la formación ni sobre las influencias del bardo, porque en la solapa izquierda del volumen se notifican; sin embargo, se trata de un escritor escasamente conocido en este país, no así su trayectoria como antropólogo —Ilongot Headhunting; Cultura y verdad— o su exitoso itinerario como académico en las universidades de Stanford y Harvard.
Y en este punto confieso mi deuda y agradecimiento para con Cristina Rivera Garza, ya que gracias a ella me encontré con una poesía, una tesitura y un vocablo que, a pesar de entretejer el desamparo, la soledad y la exclusión, no pierde la dignidad ni la belleza de su canto. Un canto que atiende los asuntos de las pequeñas cosas, la vida doméstica, el transcurrir bucólico en la campiña y las desgracias familiares en la gran urbe.
La segunda parte del tríptico, “Rezo a la Mujer Araña”, versa sobre el dolor y la pérdida, la ausencia materna, la muerte de los seres entrañables, el sufrimiento por los ausentes. Tal vez esta sección sea la más autobiográfica, pues se finca en el sustrato de la vida del poeta, aunque las otras divisiones comparten rasgos de ese mismo denominador común.
La tercera, “Voces nocturnas”, puede ser el bloque poemático de mayor interés, pues ahí se encuentra un asunto de vital importancia para los transterrados del mundo: el retorno al país natal. Ulises regresa a Ítaca.
El retorno ha sido abordado también en dos obras chicanas de reciente aparición en México: la novela Caramelo, de Sandra Cisneros, donde la protagonista avecindada en Illinois, vuelve con su familia a la ciudad de México y en ese retorno, de paso, se dibujan costumbres, hábitos e idiosincrasias nativos; y el ensayo testimonio Cruzando la frontera, de Rubén Martínez, quien realiza el viaje inverso, tratando de comprender las razones que empujan la migración que tiene su punto de partida en Michoacán y cuyo destino son las ciudades de Chicago o Los Ángeles.
En su repatriación, Ulises se encuentra con una Ítaca —léase Guadalajara, en Renato— donde se gobierna desde la corrupción, el paraíso que era fue convertido en zona residencial y blondo retiro jubilar, y sus formas de gobierno admiten sin culpa el burocratismo, la mordida y el inefable desempleo. Aunque también convive y barniza todo la primigenia narrativa rulfiana: el congénito mundo de los difuntos, las costumbres funerarias y el culto a los muertos. El placer de los vivos y su obligada penitencia. El ciclo de las estaciones en la Perla de Occidente y su efecto benefactor en la campiña, liberador en el sujeto lírico.
En conclusión, Rezo a la Mujer Araña es la muestra más refinada de la nueva poesía que están escribiendo los literatos chicanos en el nuevo milenio. Una poesía valiente, que reconsidera sus técnicas y recursos, admite temas menores y problemas universales, en aras de la expresión de la condición humana de los expulsados del paraíso anglosajón.
Al vivir en un tiempo de incredulidad, bajo la presunción del fin de las utopías y el derrumbamiento de la historia, el título del poemario (Rezo a la Mujer Araña) no nos mueve sino a reconsiderar el advenimiento de un tiempo de fe, de fe en nosotros, los invisibles.

Renato Rosaldo
Prayer To Spider Woman / Rezo a la Mujer Araña
Coahuila, Instituto Coahuilense de Cultura-Gobierno del Estado de Coahuila, 2003, 137 pp.

viernes, 31 de agosto de 2007

Referencias

Poeta Empírica S.A. de C.V.:

Por último, el más reciente libro sobre el tema es El cuento jíbaro, antología del microrrelato mexicano (Ficticia Editorial, 2006), de Javier Perucho,


amarantacaballero.blogspot.com/2006_11_01_archive.html

Referencias


Estéticas de los confines, perspectivas complementarias
Gabriel Trujillo Muñoz


Referencias

Las buenas historias se escriben en pocas palabras
Germán Martínez Aceves

jueves, 30 de agosto de 2007

Aforística

EL AFORISMO EN MÉXICO
Selección de Javier Perucho
La Jornada Semanal, domingo 6 de febrero de 2005, núm. 518

http://www.jornada.unam.mx/2005/02/06/sem-cara.html

Referencias

Cuento jíbaro

Tarde pero seguro. Acabo de leer tu libro el que, por cierto, disfruté. Fue una agradable sorpresa, además, constatar que algunas de tus ideas coinciden con las mías. La primera sobre la brevedad (el conteo de palabras) como criterio para definir la microficción. Ya en los prólogos de mis primeras antologías (Dos veces bueno, 1996 y Dos veces bueno 2, 1997), rechazo semejante simplificación. Luego coincido en que “cuento brevísimo” no fue inventado por mí sino utilizado mucho antes en la revista El Cuento, cuyo Certamen de Cuento Brevísmo gané dos veces, y de la que tomé la denominación. Lauro me lo adjudicó seguramente por error. De todos modos, hoy rechazo toda denominación que contenga la palabra “cuento”, porque se presta a confusión. Utilizo “microrrelato” para las piezas que contienen algún elemento narrativo y “microficción” como denominación general. “Microficción” es, para mí, sinónimo del más extendido “minificción”, el que me suena a “minifalda”, “minibacha” (minibombacha, minicalza, o como ustedes los mexicanos las llamen), “minipimer”, “minicomponentes”, y otros adminículos de vestir o electrodomésticos, analogía que refuerza la imagen del género como escritura trivial. Vi que también usas “microficción” sobre el final de tu Estudio preliminar y también en el Epílogo. Bravo. La insistencia en exigir lo narrativo dejaría afuera piezas como “Mariposa” de Salvador Elizondo (ese bello recorte publicado reiteradamente por El Cuento) y “Justificación de la mujer de Putifar”, de Marco Denevi, entre otros, a lo que no estoy dispuesto: por eso lo de “microficción”. También coincido en la definición, aunque yo cargo más las tintas en el carácter súbito de estas piezas, no como epifanía, sino como un estallido de sugerencias frecuentemente ligado al planteamiento, resolución o imposibilidad de resolución de una ambigüedad cuidadosamente calculada También, contra lo practicado hasta hoy, pienso que los próceres del género hay que buscarlos en las hemerotecas. Yo ya lo he hecho en mis antologías, donde he saqueado con la mejor intención El Cuento, Ekuóreo, Eureko, A la topa tolondra y Puro Cuento (citando siempre la fuente). Te agradezco que cites Antología del cuento breve y oculto porque continúa una tradición desdeñada, la de los recortes, iniciada por Borges y Bioy Casares en Cuentos breves y extraordinarios y continuada por Valadés en El libro de la imaginación. En estos días verá la luz La flor del día. Trofeos de la lectura que también está en esa línea y que compilé con Luis Chitarroni. He dedicado un artículo reciente a este tema, pero aun no fue publicado. Te enviaré La flor del día cuando la tenga en mis manos. Me gustaría que tuvieras también Textículos bestiales. Cuentos brevísimos de animales reales e imaginarios, una suerte de bestiario mezclado con microrrelatos y hasta poemas. Creo que Lauro y Marcial lo tienen. Algo de lo mío está en mi página (aunque la parte de ensayo es la menos actualizada).
Por último, te diré que la antología me proporcionó nombres que no conocía y que extrañé otros (como siempre ocurre en las antologías). Tal el caso de Alejandro Aura, autor de piezas excelentes que el El Cuento publicó desde temprano. Mi propio libro de microficciones, Todo tiempo futuro fue peor, tiene dos ediciones que no sé si llegaron a México, la primera de Thule Ediciones (Barcelona, 2004) y la segunda de Mondadori-Sudamericana (Buenos Aires, 2006). Si no lo tienes intentaré también enviártelo. Felicitaciones, gracias por el envío y amistoso abrazo.



Raul Brasca, http://webs.uolsinectis.com.ar/rbrasca

Referencias

El cuento jíbaro

Al regreso de un viaje que me tuvo fuera de mi casa (en Tucumán) durante la mayor parte del mes de mayo, encontré tu envío de un ejemplar de El cuento jíbaro. Te lo agradezco muy especialmente. Lo he leído en gran parte y veo que es un volumen notable: la selección de microrrelatos es excelente e ilustrativa; el material teórico es del mejor nivel; tu introducción y epílogo son textos muy inteligentes e iluminadores; y los decálogos y casi decálogos de otros escritores, precisamente por no coincidir demasiado entre sí, son de lectura entretenidísima. Todo en el libro es digno de elogio, y te felicito de corazón por el buen resultado de tu esfuerzo. Éste es un volumen que debe quedar siempre a mano para quienes nos interesamos por el microrrelato.

David Lagmanovich, Universidad de Tucumán, Argentina.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Crónicas

La paz de los estantes (Dedicatorias a Manuel Maples Arce)


Javier Perucho

Los libros que se conservan de lo que fue la biblioteca personal de Manuel Maples Arce, están resguardados en el Fondo Reservado que la Biblioteca Rubén Bonifaz Nuño, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam, abrió en honor del embajador y poeta estridentista. Este acervo se encuentra parcialmente clasificado y relativamente bien conservado si consideramos la edad, traslados y materiales con que fueron elaborados los libros que lo integran, al cual lo custodian, a izquierda y derecha, los fondos dedicados al siglo xix y a Bernardo Ortiz de Montellano. Rastrear y comentar las dedicatorias estampadas en sus ejemplares, es el propósito de este comentario.
Tuve acceso al Fondo Maples Arce por la gentileza de la doctora Belem Clark de Lara, a quien agradezco su venia y las orientaciones documentales.
A este breve acervo (ordenado en un estante metálico de 14 repisas, con aproximadamente 800 libros) lo encabeza la edición francesa de la Poética de Aristóteles (Société d’Édition Les Belles Lettres, 1932), en un tiraje limitado de “exemplaires sur papier pur fil Lafuma numérotés à la presse de 1 à 100”, aunque no contiene ningún folio que indique el número del ejemplar. En ese orden vertical de los libros, le sigue Claroscuro del sueño (San Luis Potosí, 1972), de Manuel Lara Hernández, quien lo dedicó al poeta en estos términos: “A don Manuel Maples Arce, ejemplo permanente de poesía joven. 5 de septiembre de 1973.” Firma en tinta negra, en preciosa letra manuscrita. Sigue Pájaro cascabel. Adán en sombra, de Margarita Paz Paredes, en cuya portada destaca un dibujo de dos animales fantásticos con rostro de fémina, alas, garras y cola, debido a las ensoñaciones de Leonora Carrington. En escritura que sigue una línea ascendente, la poetisa estampó, “Para el gran poeta Manuel Maples Arce, con lo mejor de mi estimación y afecto”, luego dos jeroglíficos con una transversal que separa el año (1964); se trata de una plaquette al cuidado editorial de Luis Mario Schneider y la autora; no obstante su dedicación editorial, una mano, presumiblemente la del poeta estridentista, enmendó erratas y estilo, verbigracia, corrige el nombre de la pintora, que en el colofón aparece como “Eleonora”; en el poema “Oración por la poesía”, donde ella escribió en el primer verso “Quiero humillarte a ti…”, la caligrafía de Maples Arce enmendó “Quiero humillarme a ti…”.
Continúa otra plaqueta, Barricada, con prólogo de José Mancisidor, de José Muñoz Cota, quien así se la dedica en tinta roja: “Camarada Maples Arce. Con el saludo cordial de…”, y sigue su firma. Como es un folleto todavía sin refinar, supongo que nadie lo ha leído, ni siquiera el camarada Maples.
Me llama la atención, por el lugar que ocupa en la secuencia libresca, José Revueltas, una literatura del “lado moridor”, que contiene esta dedicatoria, en letra de escolapio: “Para Don Manuel Maples Arce, por el gusto de conocerlo y de compartir su conversación. E. E. Marzo 6 de 1981.”
En Bajo el sol del trópico, el tabasqueño Samuel Espadas Centeno, aparte de dedicarle el folleto, reproduce una carta (21 de marzo de 1957) dirigida al embajador Maples Arce, entonces radicado en Otawa. Epístola que encierra las rutinas del cónsul, “La diplomacia es la dueña de tu destino. En esa carrera que ata lazos se vigorizó tu trayectoria. Tu misión no es sólo de recepciones y conmemoraciones, comprendidas en el programa de tu representación, sino de estudio y producción, de propaganda y defensa, de difusión de libros, de intercambios comerciales y de finalidades artísticas.”
La nostalgia por los tiempos idos se expresa en las palabras de J. M. González de Mendoza en su libro Las etapas del nómade: “A Manuel Maples Arce, en cordial recuerdo de los ya lejanos días parisinos, con el viejo afecto de su amigo: el Abate de Mendoza. 15. ix. 1946.”
Los libros de este fondo registran el tránsito latinoamericano, europeo y asiático, cuyos pies de imprenta señalan la errancia diplomática del poeta: Panamá. Montevideo. Madrid. Tokio. La Habana. Kobe. Quito. Caracas. Bogotá. Santiago.
El libro de cuentos Un hombre muerto a puntapiés (Quito, 1927), todavía conserva la tiza azul de la dedicatoria, “A Manuel Maples Arce, con admiración para su obra de revolucionario y de poeta. Pablo Palacio. Quito.”
Otro ejemplar que inicialmente me sorprende —¿qué anda haciendo entre los libros del poeta?—, es El sistema político mexicano, en la edición de Mortiz, que aún conserva la etiqueta de la librería donde fue adquirido —la Salvador Allende de Copilco— y el precio —20 pesos—, aunque a éste ninguna marca lo personaliza.
La guayaba, de Miguel N. Lira, no guarda dedicatoria o firma laguna, pero lleva un colofón que preludia las invasiones del realismo mágico: “Este libro se imprimió en la Editorial del Gobierno de Tlaxcala, en enero de mil novecientos veintisiete, dos meses después de que la ciudad se llenó del olor de las guayabas.” Sigue otro ejemplar, encuadernado en percalina azul, de Poesía (1924 a 1945), en el que Elías Nandino recoge nueve de sus libros y donde escribió parcamente en una blanca: “Para el poeta Maples Arce, con la amistad de Elías Nandino. 1949.” En la siguiente página par se reproduce un retrato a lápiz firmado por Julio Castellanos, en el que Nandino, en la plenitud de su vida, mira fijamente al pintor, la mano izquierda reposando sobre el descanso del sillón y la derecha, sobre la pierna.
En la tercera de forros de Impresiones musicales, su autor escribe un elogio desgastado: “Para el licenciado Manuel Maples Arce, poeta de grandes vuelos e intelectual de vastos horizontes, quien ha prestigiado a México dentro y fuera del país, con la profundamente arraigada estimación de Salomón Kakan. México, D.F., a 7 de agosto de 1956.” Por su parte, la periodista Georgina Durand, en el libro que sigue, estampa su autógrafo en Mis entrevistas: “Al Excimo. Embajador de México, Sr. Manuel Maples Arce, en recuerdo afectuosísimo de la autora para el representante de un país que todos los chilenos llevamos en el corazón. Atentamente, Georgina Durand. Ago. 11-v-50.”
En Teoría de la patria, Rodrigo Miró Suator revela en el subtítulo las preocupaciones de la época (1947): Notas y ensayos sobre literatura panameña seguidos de tres ensayos de interpretación histórica, quien estampó en la falsa, “Para el poeta Manuel Maples Arce, ilustre embajador de México, con la simpatía cordial de (rúbrica). Panamá. Junio-15-48.”
Aurora Marya Saavedra escribió en la página blanca de Ni sin tiempo ni dolor: “Con antiguo y grande respeto, al maestro Manuel Maples Arce, en espera de su aprobación. Cordialmente…”, y sigue el garabato de la firma.
En este acervo sobrevive un ejemplar de Ernesto Cortés Juárez, obra retrospectiva de grabado, que reproduce una selección de los grabados expuestos en Bellas Artes, entre octubre y noviembre de 1970 en la Sala Verde, por el grabador, padre del cuentólogo Jaime Erasto Cortés. Transcribo la dedicatoria: “Querido Manuel: con un cordial saludo.” Rúbrica estampada en tinta negra, trazo rápido y nítida caligrafía.
Armando Solari, “editor de su sola y propia obra”, compuso una Cantata a la memoria de Miguel Hernández, cuyo epígrafe es una vuelta a las consignas desveladas de otros tiempos, “A todos los pueblos de América en esta hora de prueba”. Por supuesto, la dedicatoria también revela las consignas de la utopía: “Al excelentísimo poeta de México y América, Dn. Manuel Maples Arce, este homenaje de admiración desde la otra orilla de Nuestra Patria Grande. Viña del Mar. Mar. 28-ii-50. Rúbrica.”
Perdido entre folletería, revistas diversas y otros papeles de desecho, está Así es Costa Rica. Visión de un mexicano (San José, s.e., 1945), en cuyo primer párrafo del prólogo escribe J. García Monge, “Quiere el licenciado que le haga esta introducción, cuatro palabras. Él manda, yo obedezco”, en el que registra en la página blanca su caprichoso autor: “Al señor Don Manuel Maples Arce, digno embajador de México en Panamá, con el respeto y el aprecio de A. Reyes H. San José, C. R. 10 de agosto de 1945”, firma el entonces jefe de la Oficina Mexicana de Turismo en Centroamérica y cónsul honorario de México, Alfonso Reyes H.
No puedo dar más noticia de los centenares de libros y de sus innumerables dedicatorias. Muchas de ellas fueron manuscritas como fórmulas o expresiones de cortesía. Otro tanto sucede con los ejemplares: hoy son meras curiosidades de arqueólogo literario. Es mejor ya no alebrestar a la polilla y dejar que guarden la paz de los estantes.

Chicanalia

A la espera del alba
Javier Perucho
La recepción de la literatura y el pensamiento chicanos en México ha tenido en las últimas tres décadas constantes vaivenes, ciclos, promociones y nuevos olvidos. En un primer momento a la cultura chicana se le da un fuerte impulso: se proyectan ciclos de cine, se organizan congresos, se le da amplia difusión en los medios y, en el clímax de la cresta, se reflexiona sesuda y académicamente sobre su importancia, vitalidad y aportaciones en el proceso de trasplante de la cultura mexicana, luego se publican las memorias respectivas. Más tarde, inexplicablemente se olvida la literatura chicana. De esta manera, a esperar el arribo de la siguiente ola.
En este nuevo ciclo, los sellos nacionales de mayor impacto social preparan sendas novedades que saldrán de las prensas el segundo trimestre del año. En esta renovada promoción, las casas editoras han vuelto a insertar en sus catálogos autores y obras chicanos, con la exclusiva novedad de que se trata de novelas escritas por mujeres. Son ellas, en el presente, quienes más han contribuido a difundir fuera de su país la literatura chicana.
A esta oleada debemos en parte la publicación de esta “Chicago novelista”, poeta y ensayista, Ana Castillo (Boston, 15 de junio de 1953), de quien hace años —en otro ingrato vaivén de los libros— el cnca publicó aliado con Grijalbo, en tirajes de tres mil ejemplares, en la descatalogada colección Paso del Norte, su novela Las cartas de Mixquiahuala (1994), en traducción de Mónica Mansour y presentación de Gustavo Sainz. En dicha serie acompañaron a Castillo, Estevan Arellano, Óscar Zeta Acosta, Alejandro Morales, Rudolfo Anaya y Ron Arias, quienes conforman hoy el repertorio más sobresaliente de su cultura en Estados Unidos. Después, al claustro del olvido.
Castillo es una autora que escribe sólo en inglés, al contrario de, por ejemplo Lucha Corpi, quien brinca de una lengua a otra en función del género que explora: si aborda un cuento policiaco, empuña su pluma en inglés; si labra un poema, en español. Su obra abarca la novela (Sapogonia, So far from God), el cuento (Loverboys), la poesía (May father was a Toltec) y el ensayo (Massacre of the Dreamers), inéditos todos hasta ahora en nuestra lengua. Repertorio al que debe agregarse su compilación de ensayos marianos, La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe, elaborados ya por los representantes más conspicuos de la literatura y la cultura chicana, ya por mexicanos y latinoamericanos transterrados, entre otros escritores pertenecientes a los más diversos grupos étnicos.
En La diosa de las Américas encontramos ensayos críticos de diversa índole pergeñados por los literatos mexicanos más sensibles al fenómeno guadalupano, muy cercanos a las expresiones de la chicanidad: Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y el artista plástico Felipe Ehrenberg; los compatriotas transterrados que han hecho de su vida en Estados Unidos el asiento de su proyección intelectual: el doctor Francisco González-Crussí en Chicago y Guillermo Gómez-Peña, quien desde Los Ángeles asombra y asusta a sus espectadores anglos con sus performances. El corpus mayor lo conforman los escritores chicanos contemporáneos, de una parte, la intelectualidad feminista: Gloria Anzaldúa, Sandra Cisneros, Denise Chávez, Cherríe Moraga, Pat Mora y Ana Castillo; de la otra, los cronistas del barrio, a saber: Francisco X. Alarcón, Rubén Martínez, Richard Rodríguez y Luis Alfaro. Todos integran un coro de voces, que es indispensable en la república de las letras que se va edificando allende nuestra frontera norte. Voces que dan consistencia al más importante repertorio literario creado por los chicanos en las últimas décadas del siglo xx.
Cierran este inventario mariano Rosario Ferré, Miriam Sagan y Yeye’Woro, cuyos credos, nacionalidades y procedencias geográficas son muy diferentes a los de los mexicanos de la diáspora.
Desnuda mi corazón como una cebolla es la más reciente novela de Ana Castillo, inusualmente traducida al español apenas tres años después de su primera edición en inglés (Doubleday, 1999). Prontitud editorial que debemos considerar ya que la literatura chicana —repito— no es precisamente una de las más agraciadas en la promoción de los nuevos valores, ni mucho menos cuenta con los favores del canon mexicano o estadounidense.
La estructura narrativa y el hilo argumental que sostiene su estructura narrativa son muy sencillos, ninguna aventura estilística o arquitectónica distingue a Desnuda mi corazón como una cebolla; sí, en cambio, la hace diferente la configuración del personaje femenino, su complejidad psicológica y la interacción social de la protagonista. En ella se cuenta la historia de Carmen La Coja, una bailarina de flamenco cuyo rasgo físico es la parálisis de su pierna izquierda, consecuencia de una poliomielitis mal diagnosticada, pero no por su invalidez es menos diestra en la ejecución de su ardiente danza. Asimismo, contiene ciertos elementos a destacar, digamos la proverbial miseria de los mexicanos radicados en Estados Unidos, en este caso en Chicago, aunque este elemento lastra el desarrollo de la historia. Ése es un doloroso elemento para la novelista, que revela su inextinguible origen mexicano; también la distingue una permanente lamentación por la situación extrema en que viven los chicanos y los mexicanos ilegales recién llegados al “paraíso del norte”; el sentido de identidad de los arraigados o expulsados confrontado con el anglosajón, que a su vez es confrontado por la otra vertiente que anima esta ficción: el convivio con otro grupo de excluidos del American dream: los gitanos, un conglomerado social de por sí relegado crónicamente por todas las instituciones. Su intervención da consistencia a la novela, valor social y fundamento estético, pues gira en torno a su vida errabunda, disgregada, aunque sólidamente cohesionada.
Gitanos y mexicanos son los convidados de piedra en el banquete “americano”, quienes en esta ficción son, otra vez, los sujetos del llanto y la miseria; sujetos cuya felicidad y esperanza aguardan su alba.

Ana Castillo
La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe
Compilación e introducción de Ana Castillo, traducción de Mariela Dreyfus, México, Plaza y Janés, 2001, 318 pp.
Ana Castillo
Desnuda mi corazón como una cebolla
Traducción de Ricardo Vinós, México, Alfaguara, 2001, 308 pp.

martes, 28 de agosto de 2007

Chicanalia

Los hombres sin patria

Javier Perucho
Al fin reaparece remozada una edición accesible al gran público de El bandolero, el pocho y la raza, cuya primera edición data de 1994 (unam-University of New Mexico), espiga fundamental para el conocimiento de las representaciones visuales que se han hecho en el mainstream hollywoodense de los mexicanos que migraron a las tierras del Norte, y en particular de los chicanos.
Las literaturas mexicana y estadounidense se han valido de las minorías étnicas que constituyen sus conglomerados sociales para reflejar las carencias y deseos de las respectivas idiosincrasias nacionales. En la mexicana, desde el siglo xix, los escritores han adoptado a los migrantes —los nombres de la diáspora: mojados, pochos, pachucos, chicanos— como espejos de la frontera. En ellos se ha volcado el resentimiento hacia todo lo gringo; en ellos se refleja el complejo de abandono ante la falta de progreso social del mexicano. La sociedad mexicana ha querido ver en ellos una suerte de felonía a la cultura nativa: se les acusa de abandono de las tradiciones, de renegados del idioma, de traición a la matria. El mexicanísimo sustantivo pocho encierra tales acepciones de deslealtad.
Para la estadounidense, los pachucos y chicanos son espejos de obsidiana: salvajes en estado puro, necesitados de orden y progreso material, incapaces de gobernarse a sí mismos. Aunque a sus tierras de origen, las del mítico sur, las han elegido como el paraíso a recobrar, el locus amoenus que ha servido de refugio y santuario a todos los perseguidos, locos y rebeldes (el gringo viejo, el gatillero Kerouac el poeta extraviado en el camino de la droga). Incluso la prodigiosa Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, puede leerse como una celebración al paradiso que se encuentra al sur del río Bravo.
En la cinematografía de ambos países, las figuraciones visuales del otro siguen siendo las mismas que las literarias, basadas en otros estereotipos más gandallas (la mujer fatal, revestida de tumbahombres; el indolente, el asesino, el traidor, el redimido ante las bondades de la cultura anglosajona), aunque obedecen a otro tipo de fines; es decir, se han pergeñado para la dominación, la legitimación del orden, para preservar la subordinación de las razas que dan consistencia al meelting pot estadounidense.
Para las instituciones mexicanas, los chicanos y los braceros dejaron de tener importancia desde que la calentura por el tercer mundo desapareció con la aspirina recetada por los tecnócratas del viejo régimen al asentarse en el poder. Ése era su designio político y cultural en México hasta el aterciopelado aterrizaje del mandatario que ha hecho de las botas y la hebilla el símbolo de su sexenio, para quien los “paisanos” son una suculenta e inagotable fuente de divisas.
David Maciel ha explorado la imaginería cinematográfica de dos naciones con el fin de hallar las vetas de la exclusión, la denigración y la dominación de que han sido objeto los estadounidense de origen mexicano —porque eso son: estadounidense a secas—; es decir, los chicanos, en este remozado y ahora accesible ensayo, que difícilmente se encontraba en librerías a pesar de ser, por su estudio interdisciplinar, uno de los pioneros en su género. (Norma Iglesias, en dos volúmenes, espigó con gran sagacidad todas las imágenes fílmicas que han llegado del norte en Entre yerba, polvo y plomo. Lo fronterizo visto por el cine mexicano, El Colegio de San Luis, 1991.)
Las perquisiciones del historiador chicano lo conducen a demostrar que tanto el cine hollywoodense como el mexicano, son falsaciones de la compleja realidad de los hombres sin patria que decidieron abandonar la tierra nativa por la incapacidad de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas, aunque aborda en su análisis iconográfico y argumental una cantidad abrumadora de churros, películas que difícilmente obtendrán un lugar en el canon fílmico, mas no por eso su arqueología deja de ser valiosa, ya que ha explorado, acotado y registrado el complejo universo de dos imaginarios: el cinematográfico y el social.
David R. Maciel
El bandolero, el pocho y la raza. Imágenes cinematográficas del chicano
Prólogo de Carlos Monsiváis, México, Siglo Veintiuno-cnca, 2000, El México de Afuera, 224 pp.


[Forma parte de la beca del Fonca]

Chicanalia

Saga del argonauta exterminador


Joaquín Murrieta fue el último rebelde que defendió a su comunidad del despojo, el avasallamiento y el racismo. Pájaro Amarillo, el nombre cheroqui del periodista John Rollin Ridge, estableció el mito del héroe y el bandido californiano en Life and Adventures of Joaquin Murieta, the Celebrated California Bandit (San Francisco, 1854), obra que en su ejecución combinó el testimonio, la crónica y la ficción, ayuntados a los recursos del reportaje.
Vida de Joaquín Murrieta es el primer trasvase al español de ese cronicón, debido a un profesor universitario radicado en California, se trata de una descripción sin artificios de “la vida y el carácter” del bandolero que asoló los antiguos dominios mexicanos arrancados por el gran zarpazo imperial de 1848.
En su temprana juventud, cansado de la incertidumbre que imperaba en la nación en germen, Murrieta, nacido mexicano, decidió probar suerte en el país vecino. El Golden Rush entonces se encontraba en su más cálida temperatura. “Tenía entonces dieciocho años, era un poco más alto de lo normal, delgado pero de robusta complexión y activo como un tigre joven. Su tez no era ni muy morena ni muy blanca, sino clara y brillante, y de su apariencia se ha dicho que era, en esos tiempos, en extremo guapo y atractivo”, escribió Ridge.
En California trabajó en la explotación de un rico filón de oro, en compañía de “una bella muchacha sonorense”, mas la buena fortuna fue truncada por la intromisión de una banda integrada por white trash, que les exigió, con los argumentos que mal otorgan los prejuicios del color de la piel y la antipatía de esos hombres de baja estofa, abandonar el yacimiento. Joaquín no se arredró y se opuso con gallardía a la ofensa, pero fue reducido y su esposa mancillada. Junto con su mujer, abandonó la mina para establecerse en un fértil valle arrinconado entre las montañas. Empero los sueños del argonauta estaban lejos de cumplirse: otro grupo de facinerosos localizó su apacible refugio y lo expulsó con el reclamo de ser un “infernal intruso mexicano”. Tales expulsiones no bastaron para negar su derecho y acallar su honor mexicanos. Luego abandonó la minería para establecer una casa de juego. Al volver de una visita familiar, fue acusado de robar la montura en que cabalgaba: su castigo fue amarrarlo a un árbol para azotarlo; el hermano, quien le había prestado el caballo presuntamente hurtado, sin juez ni juicio, fue ahorcado.
La tiranía de los prejuicios, la crueldad, el despojo y el ultraje que se ciñeron sobre su vida y propiedades, lo empujaron a clamar venganza. De ahí en adelante, se esparció una estela de sangre y muerte en su nombre. Asaltos, secuestros, correrías; atracos, ejecuciones, tropelías y asesinatos; más venganzas, otra sangre derramada.
Por el carisma, instrucción, inteligencia y naturaleza de líder nato, a Joaquín Murrieta lo acompañaba una horda de forajidos mexicanos, capitaneada por el sanguinario Juan Tres Dedos, el adolescente Reyes Feliz, el combativo Claudio, Joaquín Valenzuela (compañero de armas del cura guerrillero Jarauta) y Pedro González, espía y ladrón de caballos. Con ellos sembró el terror al rendir su venganza contra los anglosajones, aunque chinos, holandeses y franceses que se tropezaron con él, también se convirtieron en sus víctimas.
La odisea del argonauta vuelto ángel exterminador finalizó cuando una partida de rangers, encabezada por el capitán Harry Love, le dio caza en una hondonada. Ahí murió acribillado. Al cadáver de Joaquín Murrieta le fue cercenada la cabeza para probar su identidad y así poder hacer efectiva la recompensa —de entregarlo vivo o muerto— que se ofrecía de mil dólares. Entonces nació el mito, que se incrustó en los cuerpos extraños del cine, la literatura, el teatro y la poesía, y en los géneros más afines de la leyenda y el corrido. Ese mito hoy pertenece a cuatro de las comunidades que conforman el melting pot estadounidense: mexicanos, chicanos, anglosajones y cheroquis.
Por su formación universitaria y procedencia geográfica (Chile), el traductor Carlos López Urrutia sólo da cuenta en los textos introductorios, aunque minuciosamente, de las historiografías estadounidense y chilena relativas a Murrieta y sus repercusiones en el corpus literario chileno, de igual modo puntillosamente. Sin embargo, olvida sus incrustaciones en las respectivas tradiciones culturales mexicana, chicana y latinoamericana.
La primera aparición mexicana de esta “figura de la mitología bárbara”, se debe a la pluma y afanes editoriales de Irineo Paz, quien en 1908 publicó, al decir de López Urrutia, la versión nacional de Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta; al decir de su nieto, Octavio, el abuelo inicia la publicación de la saga latinoamericana del argonauta exterminador con “el primer relato en español de sus aventuras”. El Nobel mexicano también nos explicó una minucia lingüística, la duplicación de la vibrante múltiple: “Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una ere en su apellido.”
A su vez, las diversas metamorfosis de esa figura de la barbarie, en la literatura chicana se encuentran en fecha tan temprana como 1860, en Joaquín Murrieta, de Brígido Caro, o en la cuentística de Adolfo Carrillo, quien en Cuentos californianos (1922) inserta otra reinvención del mito en el relato “Joaquín Murrieta”; más tarde, hacia el apogeo del renacimiento chicano, Rodolfo Corky Gonzales publica I am Joaquín (1969), título que retoma un diálogo de afirmación e identidad de Murrieta, el cual se encuentra en la narración de Pájaro Amarillo, quien montado en su corcel, se agacha para susurrar al oído de sus enemigos, “Yo soy Joaquín”, para luego incrustarles un plomazo.
Jorge Luis Borges nunca incluyó en su Historia universal de la infamia el relato que recrea, una vez más, el mito del bandido convertido en héroe aztlanense. Quien quiera localizarlo, en la revista Sur ahí lo encuentra desgajado de las Obras Completas.
La nacionalidad del mito Chile se la disputaba a la patria de la que surgió. Disputa que quedó zanjada en Joaquín Murrieta, el Patrio, de Manuel Rojas (Baja California, edición de autor, 1986), quien ahí demuestra irreprochable y documentalmente la nacionalidad del protohéroe chicano.
Joaquín Murrieta, un personaje con tema y circunstancia que finalmente heredó Pablo Neruda, con quien obtuvo la celebridad poética en el mundo de habla hispana por el drama en verso Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, bandido chileno (1976).
Carlos López Urrutia afirma en una de sus notas a la edición que se conoce una sola foto del patriota; reproducirla en páginas liminares de este volumen hubiera sido uno de sus aciertos. Uno solo, pues la edición inusualmente está muy descuidada y la traducción es un engendro.
Al final del “Apéndice”, López Urrutia afirma que “Murrieta, el Patrio para los mexicanos, el feroz Murrieta de la leyenda, no fue chileno. ¡Gracias a Dios!” Dejo pasar la ironía y su sarcasmo. Olvida que, junto con Jacinto Treviño, Gregorio Cortez y Juan Nepomuceno Cortina, los otros bandidos sociales, Joaquín Murrieta dio origen a uno de los mitos fundadores de la comunidad chicana; es la raíz, la razón y el símbolo de su resistencia cultural.
Vida de Joaquín Murrieta, John Rollin Ridge (Pájaro Amarillo)
Introducción, traducción y notas de Carlos López Urrutia, México, Libros del Umbral, 2001, 150 pp.