viernes, 7 de septiembre de 2007

Chicanalia

Aportaciones culturales de la diáspora mexicana

Javier Perucho
Bajo la presidencia del señor Lic. Rafael de Zayas Enríquez, cónsul de México en San Francisco, Cal., se han estado reuniendo nuestros paisanos allí residentes con objeto de acordar la mejor manera de celebrar con toda pompa el glorioso aniversario de nuestra Independencia, habiendo reunido en suscripción para el objeto indicado más de $500.00.
“Patriotismo de los mexicanos”, en El Progresista, Ensenada, septiembre 6 de 1903.


Los herederos del Bravo
La migración y la cultura. Han vivido allá, en las márgenes del río, desde antes de que se firmara el tratado de Guadalupe Hidalgo. Están ahí desde las primeras décadas de la colonia. Son los habitantes originarios de las tierras fronterizas. Pioneros en domeñar los agrestes confines de la patria. Por los asentamientos humanos de origen hispánico que todavía se extienden de California a Florida, conformaron la base misma de la fundación de Estados Unidos.
Esos mexicanos en la Unión Americana en la actualidad son una presencia inocultable, una “hispanidad norteamericana anterior a [la sola idea de] Estados Unidos”, afirma Carlos Fuentes en “Mexicanos en EE UU: la reconquista silenciosa”, y que apostillo entre corchetes.
Al arrebatar el imperio la mitad de sus territorios a una república en ciernes, los mexicanos permanecieron en aquellas lejanas tierras, no sin sobresaltos, es cierto. Sobrevivieron al despojo, al desprecio y la humillación del anglosajón, al abandono de sus gobernantes, a la desidia de las instituciones.
Por las refriegas y contiendas de la revolución mexicana, una nueva ola migratoria de compatriotas tuvo como destino inmediato los territorios circunvecinos al norte mexicano; y los estados sureños fueron convertidos en santuario por los revolucionarios, y Vía de escape y tránsito por los refugiados que huían de la leva, los acosos y las incursiones militares de los bandos en pugna. Se asentaron, entonces, al otro lado de la línea fronteriza, en una geografía y un espacio que en otro tiempo les había pertenecido.
La segunda conflagración mundial fue otro de los imanes que succionó a cientos de miles de trabajadores mexicanos para laborar para la economía de guerra estadounidense, reemplazando a los hijos del tío Sam que luchaban en los frentes de guerra, en los que también nuestros compatriotas se enrolaron, combatieron y derramaron sangre por sangre, luchando codo a codo con los otros milicianos aliados a nombre de la patria de las siglas.
Ésos fueron, grosso modo, algunos de los principales factores de atracción que persuadieron a los migrantes mexicanos, sumados a la miseria y la estulticia del gobernante en turno, hasta la década de los años sesenta.
Los respectivos factores de expulsión que le corresponden al antiguo régimen, a la blanda dictadura del priato, remiten principalmente a sus ficciones políticas: la bonanza petrolera, la apertura democrática, el ingreso al primer mundo… Los de la transición todavía están por verse, aunque ya se prefiguran sus líneas argumentales, que siguen aplicadamente los esbozados arriba, aunque se ha añadido el supuesto de la heroicidad de los “paisanos”.
Así, la suma de esas atracciones y expulsiones dio origen a un conglomerado humano que asciende a la extraordinaria demografía de entre nueve y veinte millones de mexicanos asentados en territorio estadounidense, arraigados ya no sólo en los estados tradicionalmente receptores (California, Texas, Arizona), sino transplantados en los más distantes (Connecticut, Nueva York, Illinois) e incluso han llegado a Canadá (Vancouver, Ancorage). Diáspora que proporciona, hoy en día, a las arcas nacionales la segunda fuente de divisas; la primera proviene de los recursos del petróleo, y la tercera, de la derrama monetaria del turismo.
Esa demografía y fuentes de riqueza nacionales no encuentran su correlato en la respectiva igualdad jurídica y política. Ningún conciudadano residente en el extranjero en Estados Unidos, Oceanía, África o ya en Europa, tiene hasta ahora derecho al voto y a la representación política en su patria nativa; es decir, a sufragar y a ser votado, a pesar de ser derechos consagrados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, plasmados en los artículos correlativos 35 y 36, pero no realizados formalmente en su práctica cívica. Ésos son dos de los principales derechos conculcados desde que el primer migrante mexicano andando cruzó la frontera en busca de sustento.


Aportaciones de los migrantes a la cultura mexicana
Esa inmensa demografía desarraigada también ha dado origen, engendrado, publicado o inspirado algunos de los libros capitales del siglo xx mexicano, que se han escrito o publicado principalmente en esa geografía cordial e inhóspita que ciñe el suroeste de Estados Unidos.
Exiliados por motivos políticos en la Unión Americana, transterrados buscando una vida digna o expulsados por el hambre, en los siglos xix y xx, los mexicanos en su condición de héroes, padres de la patria, escritores y artistas, mandatarios o líderes políticos, han contribuido a la historia, la cultura y el progreso del país con aportaciones invaluables. Aquí se repasan algunas de ellas, relativas a la cultura literaria, la transmisión de las ideas políticas y el progreso científico.
La novela Jicotencal, precursora en las letras mexicanas de la novelística histórica de tema indígena, aunque se creía de autoría anónima ya se demostró que fue escrita por un cubano —José María Heredia, fundador de El Iris, primera revista literaria del México independiente—, salió de la estampa en la ciudad de Filadelfia en 1826, dos tomos de la Imprenta de Guillermo Stavely. Recuérdese bien: Xicoténtatl fue el héroe tlaxcalteca que encabezó la lucha contra Cortés el invasor.
Las metamorfosis de una de las “figuras de la mitología bárbara” que encarnó Joaquín Murrieta, que van de la biografía realizada por el periodista cheroqui John Rolling Ridge (Pájaro Amarillo) a Irineo Paz, luego retomada en uno de los escritos precursores de Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges; tema y sujeto que finalmente heredó Pablo Neruda (Fulgor y muerte de Joaquín Murieta), con quien obtuvo la consagración literaria. La nacionalidad del protohéroe chicano se la disputaban los chilenos a los mexicanos. Disputa que quedó zanjada en Joaquín Murrieta, el patrio, de Manuel Rojas (Baja California, edición de autor, 1986), donde se demuestra documentalmente la nacionalidad del mítico personaje.
La edición príncipe de Los de abajo, de don Mariano Azuela, relato primigenio de la novela de la revolución mexicana, fue impreso en 1916 por la Imprenta Paso del Norte, con domicilio en la ciudad de El Paso, Texas.
De las múltiples y variadas facetas de José Juan Tablada —escritor vanguardista, promotor cultural, panegirista contrarrevolucionario, periodista de combate—, la que interesa comentar aquí es esta última, en la cual se expresa con mayor vigor su condición de crítico social que utiliza a la crónica como soporte de sus parodias y sátiras adobadas con espíritu burlón contra los mexicanos expatriados que se deslumbraban ante el misterio de la cultura anglosajona, aunque no impera únicamente ese tratamiento; hay otros tantos más, como el registro de los avances del progreso o la influencia nociva de lo “americano” en la cultura e idiosincrasia nacionales.
En La Babilonia de Hierro. Crónicas neoyorkinas, Tablada registra los avatares que la cultura nacional resintió y resistió ante los embates de la apabullante cultura “gringa” entre los compatriotas radicados en la urbe de hierro.
La veta en que es preciso detenerse son las crónicas donde se involucra a los mexicanos residentes en Estados Unidos a inicios de la década de los veinte, no sólo como personajes literarios, sino como el principio de realidad que postula a los migrantes en su punto de arribo; además de que Tablada facilita claves para entender el proceso social que padeció la diáspora mexicana ante la asimilación y aculturación de sus tradiciones y costumbres, regionales y nacionales.
En Nueva York, Tablada debía cumplir como cónsul ciertos trabajos encaminados a preservar la buena imagen de México en un tiempo convulsionado, así como difundir la cultura nacional en la metrópoli de las finanzas, principalmente en la prensa diaria. Aunque también una de sus tareas subyacentes era incidir entre los grupos de opinión que determinaban los derroteros de la política estadounidense con el preclaro propósito de acercarlos a la recientemente triunfante causa revolucionaria. Sin embargo, para completar su dieta, impartía clases de francés a niños pertenecientes a las clases acomodadas de ascendencia hispana, como la cubana, de donde procedía su esposa Nina Cabrera. También intentó con mediano éxito un negocio: la distribución y venta de libros en español y francés entre el público latino avecindado en la urbe, desde la Librería de los Latinos. Además, promovió el arte y el entonces floreciente muralismo mexicano.
Para 1921 Tablada sabía perfectamente que la población migrante de origen mexicano radicada en Estados Unidos sumaba un alarmante conglomerado. Alarmante por la abrumadora cantidad de expulsados: una “décima parte” de la población de México, basando su juicio en los censos demográficos de la época.
Así, escribió en la crónica “Los mexicanos en Norteamérica”, no sin antes advertir que, para ese entonces, en la cárcel de Sing Sing ya habían ejecutado, por pena de muerte, a unos compatriotas, “¿Es cierto, como un periódico lo afirmó recientemente, que en virtud de la fuerza expulsiva de las últimas revoluciones una décima parte de la población de México vive actualmente en Estados Unidos?…”
La ciudad desde donde escribía sus crónicas, Nueva York, está considerablemente distante de la frontera sur de México, lo que no podría decirse de Los Ángeles o San Antonio, centros urbanos que han sido naturales receptores del flujo migratorio. Aquella ciudad, para entonces, quedaba en la más remota lejanía para el mexicano promedio que huía de los furores de la revuelta o se exiliaban en pos de una calidad de vida que no les podía proporcionar las instituciones nacionales.
Tablada reproduce un alarmante informe periodístico de los años veinte, que transcribo por el interés que pueda despertar por el censo que sustenta: “La población mexicana en los principales estados fronterizos, es como sigue: Texas, 450,000; Nuevo México, 220,000; Arizona, 100,000; California, 250,000. Además, la población mexicana se cuenta por millares en los siguientes estados: Colorado, Nevada, Idaho, Kansas, Oklahoma, Indiana, Illinois, Pennsylvania, Michigan, New York, New England y otros en el Este y el Oeste. Sólo la colonia mexicana en San Antonio Texas, llega a 50,000 y a 30,000 la de Los Ángeles.”
En ese apresurado inventario poblacional puede verse que los principales asentamientos coinciden con las antiguas posesiones mexicanas, las cuales por el tratado de Guadalupe Hidalgo pasaron al dominio estadounidense. La recolonización o la reconquista, ciertamente, no han cesado. Tribulaciones de la hispanidad en los confines.
Por otra parte, estas crónicas sirven para documentar los primeros asentamientos mexicanos (1920) en ese remoto lugar llamado La Gran Manzana. Son útiles también para constatar las principales fuentes de empleo donde se aplicaron los paisanos: el tendido de las vías del ferrocarril y los campos de cultivo. Detalle laboral que nos facilita un indicio de la configuración social de los compatriotas; es decir, se trataba de ciudadanos con escasa escolaridad; en síntesis, mano de obra barata.
Registra Tablada: “En todos los campos de trabajo, los mexicanos han sabido hacerse lugar. En 1920, el F.C. de Santa Fe tenía en sus diferentes líneas a… 6,077 trabajadores mexicanos. En otras líneas de la costa y del Este el mismo F.C. empleaba a 8,200 mexicanos.
”Otros muchos ferrocarriles como el [de] Pennsylvania y los del Oeste y Sudoeste, dependen del trabajo mexicano.
”En el cultivo de la remolacha, el mexicano ha llegado a ser casi indispensable.”
A las labores de la azúcar de remolacha, no sólo se dedicaban los compatriotas —en ese entonces e incluso ahora—: “mientras que en la Carolina del Sur nuestro compatriota no confina sus actividades a la industria de la azúcar de remolacha. Puede vérsele trabajando en las huertas de naranja, atareado en los plantíos de nogales de Nueva Inglaterra o dominando las culturas de alubias de aquel rico estado, no habiendo clase alguna de frutos de la tierra, en cuya producción o distribución no prepondere el mexicano.
”Alrededor de Los Ángeles y en otros centros, nuestros paisanos han sido empleados recientemente en la floricultura comercial y se descubrió que eran excepcionalmente aptos para [este] delicado arte.
”En muchos estados del Oeste, como Arizona, New Mexico, Texas, Colorado y los más septentrionales, cow boys o vaqueros mexicanos cuidan de innumerables millares de reses y pastores mexicanos vigilan multitudes de ganado menor. La soledad de estas ocupaciones no intimida a los mexicanos, que sin quejarse llevan a sus ovejas a las más intrincadas serranías, mientras que los demás trabajadores se rehusan a hacerlo.” Parágrafos que harían pensar que Tablada estaba promoviendo denodadamente la contratación de mano de obra barata mexicana, pero también pueden leerse como un elogio y alabanza al trabajador mexicano, contratado allende la frontera y en ejercicio laboral.
También las crónicas de Tablada documentan los porqués sociales de la migración, así como el trasplante y la asimilación de los mexicanos en Estados Unidos. Ahí expone las razones sociopolíticas del éxodo, registra las cuitas de los transterrados y anota los placeres de la feria de la vida en el paraíso del Norte.
A fines de la década de los veinte del siglo pasado, en la ciudad de Los Ángeles, el periodista Daniel Venegas publicó en un periódico local Las aventuras de Don Chipote o cuando los pericos mamen. El de Venegas representa un caso particular, pues se trata de un escritor olvidado por la historiografía literaria y la academia mexicanas y excluido del canon literario; no sucede lo mismo entre los especialistas chicanos, que han visto en esa novela picaresca el germen moderno de sus expresiones literarias. Apunta Venegas las razones del éxodo, en voz del protagonista, don Chipote: “El Paso, la ciudad americana desde donde el emigrante mexicano puede ver y suspirarle al terruño, el que por desgracia suya y por las ambiciones de nuestros revolucionarios se ve obligado a dejar, es uno de los puestos por donde más se ha despoblado México. En esta población, en donde miles de braceros mexicanos llegan con la esperanza de poner término a la miseria sufrida y en donde tanto político ha encontrado amparo contra las persecuciones del partido triunfante, fue donde se encontró don Chipote en compañía de los otros compatriotas que eran arrojados por la desgracia de no poder vivir en su propia tierra, que engañados por el brillo del dólar, la abandonaban para venir a sufrir más.” Hasta aquí Venegas. La persecución política terminó, pero las razones del éxodo todavía no cesan.
Corresponde el turno al novelista jalisciense Agustín Yáñez quien registra en el capítulo “Los norteños” de Al filo del agua los avatares de los migrantes a su regreso a la patria nativa y su papel altamente positivo como agentes de cambio en el orden social establecido en su terruño.
De igual modo, la obra mayor de Martín Luis Guzmán fue proyectada en una habitación de hotel rentada por el autor de Ulises criollo, en tránsito por “tierra yanqui”, como tituló don Justo Sierra en 1897 a sus diarios de viaje por Estados Unidos, Viajes por tierra yankee.
En El águila y la serpiente se da noticia, como al pasar, sobre la presencia de José Vasconcelos en el purgatorio de su exilio sanantonense, quien además dio alojamiento en su casa a Martín Luis Guzmán; ambos compartieron las comodidades del hotel Saint Anthony, en San Antonio, Texas; ahí, mientras uno concebía su apostolado, el otro gestaba la escritura de El águila y la serpiente.
La autobiografía del caudillo cultural de la revolución mexicana tuvo como escenario de inspiración esos mismos territorios. Por cierto, en ella Vasconcelos dibuja de un plumazo el perfil del pocho, esa figura repulsiva que ha servido para legitimar un orden clasista, “un equivalente del tipo que en Texas se llama encartado, híbrido por la sangre, raras veces, porque el conquistador anglosajón no se mezcla con los sometidos; pero siempre un mestizo de alma, fruto de propaganda de asimilación cultural insistente y hábil”.
Los motivos de Caín, que cumple este 2007 cincuenta años de su publicación, de José Revueltas conforma uno de los escasísimos relatos bélicos que pueden localizarse en la narrativa mexicana contemporánea. Novela inspirada por un ex combatiente chicano que participó en la guerra de Corea, quien en el relato asume la personalidad, en un universo alucinado, de Jack Mendoza, protagonista al que el autor duranguense conoció en uno de sus viajes a Estados Unidos, en los lindes fronterizos entre Tijuana y Los Ángeles, según confiesa en Las evocaciones requeridas, las memorias de desolación de una inteligencia aguda.
En esas páginas autobiográficas, Revueltas rememora la influencia de la moda de los pachucos entre los jóvenes de la ciudad y la provincia: “Antes pues de saludar siquiera a su familia, directamente de la estación —en la que encarga su equipaje— se dirige a la plaza de armas, donde, parado en una esquina, ofrece al asombro de quien lo vea el lucimiento de su figura, ataviada con las más características galas de la moda capitalina de entonces: pantalón angosto en las extremidades inferiores y muy ancho en la cintura, saco holgado y de prominentes hombreras, cadena que forma columpio del cinturón a las rodillas, camisa de color agresivo y detonante, y por último, un sombrero de fieltro encima de la nuca, al que no le faltaba, por supuesto, su consabida pluma de colores. En fin, que mi conocido iba vestido de pachuco. El efecto que causa es nada menos que el esperado y la gente va y viene con una admiración que llega al pasmo. Pero no bien transcurrida media hora, avisado de la presencia de su hijo, el padre de mi conocido aparece en la plaza de armas. Todo es mirar al muchacho y se lanza hacia él para, sin que medie al menos una palabra de saludo, asestarle en pleno rostro una bofetada. Estupefacto ante algo tan imprevisto, el joven pachuco pregunta a su padre la razón de que lo castigue en esa forma. —¿Y todavía te atreves a preguntarlo, vaquetón éste —contrarreplica el padre, trémulo de indignación—, como si no lo supieras tú mejor que naiden? ¡Por redículo! Te pego por lo redículo que te miras y orita mismo te vas a la casa pa que te quites esas visiones de ropa que llevas encima y te pongas como la gente…”. Incluso en nuestros días, en Estados Unidos y México la influencia chicana, hija del pachuquismo, se deja ver en las pintas callejeras, el revival muralístico de los barrios y freeways, entre otras expresiones culturales de raigambre juvenil y popular.
Esas formas de atracción y repulsión también llamaron la atención de Octavio Paz, así que por qué dejar en el olvido El laberinto de la soledad, summa cum laude de la filosofía de la mexicanidad, libro que fue concebido por Octavio Paz en la ciudad de Los Ángeles. El capítulo de apertura está dedicado a “Los pachucos y otros extremos”, que fue inspirado por los disturbios entre pachucos y marines, trasunto de la película chicana Zoot Zuit, dirigida por Luis Valdez.
Aunque se trata de un escritor itinerante, Carlos Fuentes a su manera es un intelectual migrante; es una de las grandes figuras vigesímicas —en compañía de Federico Gamboa, José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz— que ha vivido largas temporadas en Estados Unidos, incluso desde su infancia; o residido ahí por motivos laborales.
Los cuatro recibieron la enseñanza primaria o universitaria en Nueva York (Gamboa), San Antonio (Vasconcelos), Los Ángeles (Paz) y Washington (Fuentes). Un dato adicional: los tres últimos fueron recipientarios de sendas distinciones académicas, y han sido catedráticos de las más prestigiadas universidades estadounidenses.
Cualquiera de los libros de Fuentes, de La región más transparente a La frontera de cristal, puede darnos noticia de las cuitas de los mexicanos que radican en Estados Unidos, así como de los chicanos y méxico-americanos. Asimismo, en ellos se documenta en términos literarios la avalancha de la cultura angloestadounidense sobre México.
Emigrado de la colonia Portales, en el Distrito Federal, el doctor Francisco González Crussí, renombrado patólogo internacional con residencia en Chicago, Illinois, ha hecho del ensayo literario inglés uno de los más sobresalientes géneros literarios de la fugaz actualidad, distinción que se percibe en cualquiera de los libros suyos que se visite, desde Notas de un anatomista, Partir es morir un poco, Día de muertos a Mors repentina.
Por su parte, el novelista Gustavo Sainz, desde la Universidad de Albuquerque (Arizona), ha contribuido sobremanera a la traducción, publicación y difusión en México de las novelas que la república literaria chicana pergeñó hasta los años ochenta del siglo xx. A él se debe la fundación de la colección literaria Paso del Norte, ya descatalogada de los fondos del Conaculta.
Otros escritores contemporáneos, como José Emilio Pacheco en sus microrrelatos, Francisco Hinojosa en sus crónicas Un taxi en L. A. y Mexican Chicago, o Luis Arturo Ramos con sus Crónicas desde el país vecino, elaboran el registro de la vida de los mexicanos, latinos y chicanos que habitan en esa lejana extensión del México peregrino, California e Illinois. Como los trabajadores golondrinos, los seis primeros meses del año Pacheco trabaja como maestro en la Universidad de Maryland; el veracruzano Luis Arturo, desde hace ya muchos años se desempeña como docente en la Universidad de Texas en Austin. No olvido que, más recientemente, desde la Universidad de California en San Diego, también la joven narradora tamaulipeca Cristina Rivera-Garza, está renovando con sus fabulaciones novelescas la institución literaria mexicana. Todos ellos han seguido publicando y escribiendo en y desde Estados Unidos.
Asimismo, infinidad de artistas, cineastas, actores y doctores “mexicanos en Norteamérica”, han aportado al conocimiento universal y a la cultura nacional sólidos y novedosos adelantos. Y qué decir de los científicos, administradores y políticos mexicanos o de ascendencia mexicana que están laborando y ejerciendo sus profesiones en las más diversas instituciones estadounidenses.
Tampoco olvidemos que del seno de esas comunidades mexicanas migrantes ya surgió un Premio Nobel, el de Química, otorgado a Mario Molina en 1994 por sus contribuciones al estudio de los contaminantes atmosféricos.
Y un poco relegado del panteón cívico, un héroe militar, el general Ignacio Zaragoza, que abandonó en Texas hacienda, familia y posesiones para combatir y expulsar al ejército invasor que hollaba el suelo patrio. Y un revolucionario, Ricardo Flores Magón, que desde su exilio contribuyó al derrocamiento del régimen porfirista, y desde San Antonio (Texas) o Saint Louis (Missouri) dispuso los postulados libertarios de la revolución mexicana por medio de Regeneración, una gaceta de combate político que llegó a alcanzar, en sus mejores momentos, el tiraje extraordinario de veintidós mil ejemplares. Un diario de los transterrados que se escribía, editaba, imprimía y distribuía desde Estados Unidos. A no olvidarlo.


Corolario pro voto
Los migrantes mexicanos soportan con sus divisas —diez mil millones de dólares— a la economía nacional, han defendido la soberanía y la unidad territorial de su país; propusieron desde los confines de la patria un nuevo orden político, así como llevado el conocimiento científico a su última frontera, ¿por qué entonces se les sigue negando en la práctica cívica el derecho universal de elegir a sus gobernantes? Debido a ellos el patrimonio cultural de México se ha enriquecido, ¿por qué entonces se les niega la facultad ciudadana de constituirse ellos mismos en representantes legislativos?
Aunque el desplazamiento del antiguo régimen implicó un avance político —justo es reconocerlo—, la democracia mexicana no se consolidará hasta no incluir entre sus deberes y obligaciones la demanda cívica y republicana de millones de connacionales que con ella reivindican la participación política y la plena representación de los mexicanos que viven transterrados de la suave patria.